martes, 2 de agosto de 2011

Un general en una jaula


Se abre el telón. Hay un general genocida en una jaula. 
Se cierra el telón.
Se abre el telón. El general esposado sale de la jaula. 
Se cierra el telón.
Se abre el telón. El general pasa al banquillo y es acusado de 77 delitos. 
Se cierra el telón.
¿Cómo se llama la obra? JUSTICIA.

Alegría. Perplejidad. ¡López Fuentes está detenido! ¡López Fuentes ha sido acusado de genocidio. Qué estupenda noticia. La supe una noche antes de viajar a Guatemala, el 17 de junio. Retrocedí a 1982, cuando el 23 de marzo él y otros militares –entre ellos Ríos Montt- ejecutaron el golpe de Estado que puso fin al gobierno sanguinario del general Romeo Lucas. Por muy poco tiempo, este hecho les trajo a mis padres la esperanza de que mi hermano, desaparecido desde octubre del 81, sería liberado. Esa tarde, mi agobiado padre se dirigió al Palacio Nacional a darles las gracias a los soldados que lo custodiaban; en ese momento él creía que era un golpe a la peruana, liderado por militares progresistas. Muy pronto conoceríamos la experiencia de vivir bajo uno de los gobiernos más criminales de la historia guatemalteca, que no es poco decirlo.

El 20 de junio una amiga y yo habíamos planeado ir a la presentación de los archivos militares. Nos perdimos, los datos de la invitación estaban equivocados (¿sería algo intencional?), pero finalmente llegamos al Estado Mayor de la Defensa en cuyas instalaciones ya estaba todo preparado. Sin embargo, al nomás enterarnos de que se estaba realizando la audiencia de la primera declaración de López Fuentes en el Juzgado Primero de Alto Riesgo, nos fuimos disparadas para presenciar semejante cosa.

Subimos al piso 15 en un atestado elevador y entramos a una sala de debates llena de gente, sobre todo periodistas. Entre el público, estaba el embajador gringo. Caminé hacia el fondo, buscando un sitio cerca de los ventanales, y entonces lo vi. El general López Fuentes estaba adentro de una jaula de metal, sentado en una larga banca, con corbata y traje oscuros, prisionero por fin, llevado ante la justicia por sus incontables crímenes.

La sesión, presidida por la jueza Carol Patricia Flores, se había iniciado con otro caso: la masacre de Panzós, por eso –de ribete- tuve la ocasión de escuchar una buena parte de la declaración de Walter Overdick, el alcalde de ese municipio cuando ocurrieron los hechos de los que fue testigo y protagonista. Contó con voz muy firme cómo fue que llegó el ejército a Panzós, quienes lo llamaron, donde se alojaron las tropas y lo que finalmente pasó ese trágico 29 de mayo de 1978. Overdick informó al tribunal que los soldados habían disparado balas envenenadas, lo que ocasionó numerosas muertes. “¿Cómo lo sabe?” Quien preguntó es el abogado acusador, Edgar Pérez, sentado al lado de Aura Elena Farfán, de Familiares de Detenidos-Desaparecidos de Guatemala (FAMDEGUA) –ambos valientes, admirables. “Por la cantidad de actas de defunción que se levantaron en la Municipalidad en los días posteriores a la mantanza”, indicó Overdick.

Sobre las declaraciones de Overdick, un diario capitalino informó:

“El ex jefe edil señaló a los supuestos responsables de la masacre de los comunitarios que se congregaron en el parque de Panzós, el 29 de mayo de 1978.Hace 32 años más de cien pobladores de Panzós, murieron víctimas de un ataque perpetrado por un comando armado del Ejército.

Durante la audiencia declaró que la matanza ocurrió durante el gobierno de Kjell Eugenio Laugerud García, y acusó al Ejército, comandado por el coronel De la Cruz, así como a cuatro finqueros de la región de ser los responsables de la masacre ocurrida en Panzós, en donde murieron más de 150 campesinos, quienes fueron enterrados en fosas clandestinas.
Según Overdick los pobladores se reunieron en dicho lugar para que el Ejército diera explicaciones sobre la desaparición de varios líderes campesinos y la devolución de algunas tierras.” http://www.prensalibre.com/noticias/justicia/Rinde-declaracion-Panzos-Alta-Verapaz_0_502749971.html

Overdick tiene 74 años. “Ya viví mi cuota”, dijo cuando la jueza Flores le preguntó si ya había informado al Ministerio Público de las amenazas de muerte que había recibido y si tenía protección. Tales amenazas fueron proferidas repetidas veces desde el momento mismo en que se supo que había sido llamado a declarar. “Si me ponen dos gentes, vamos a ser tres los muertos”, replicó Overdick, con una frialdad asombrosa, algo a lo que ya no estoy acostumbrada, refiriéndose -sin parecerlo- a su posible muerte.

Después llegó el plato fuerte. El general López Fuentes debía pasar al banquillo de los acusados. El tal banco era una silla colocada frente a una pequeña mesa en la que había un micrófono. Allí estaba su familia. Mustios y apagados, su esposa y, por las caras, una hija, un hijo, una nieta y un nieto. Ella, una hermosa joven, alta, blanca, que –yo, empática- pensaba que seguramente sufría mucho al ver a su abuelo enjaulado. Igual debe de haberse sentido su nieto, un muchacho veinteañero que nunca hubiera creído que es nieto de chafa por los aretes y el corte de pelo al estilo mohicano.

¿Qué estarían pensando mientras escuchaban al fiscal narrar durante horas los hechos por los que habían tomado preso al general? ¿Entenderían algo de los 77 delitos de los que fue acusado? ¿Escucharían con todas sus consonantes y vocales que se le imputó la responsabilidad intelectual de 317 muertes y desapariciones forzadas y cinco violaciones sexuales? ¿Supieron algo de esto en su momento? ¿Lo habrán imaginado alguna vez?

Ambos, nieta y nieto, se pusieron en guardia –protectores, molestos- cuando Marylena se acercó a la jaula a preguntarle al general si reconocía a Emil mientras le mostraba la foto que portaba sobre su pecho. Le hizo la pregunta “dulce, quedito con una sonrisita que lo quería traspasar”. “¿Por qué tendría que recordarme de él?”, le respondió el presunto genocida, y agregó: “¿por qué lo sigue recordando con el puño cerrado?”. “¡Qué arrestos los del viejillo!”, pensé cuando Marylena le puso voz a la escena, que vi sin escuchar nada. “Enjaulado, y quiere seguir disciplinando y llamando chafarotescamente al orden a la disidencia”. En ese momento, se produjo un conato de altercado entre la joven parentela del genocida y unos jóvenes.

Su salida de la jaula fue espectacular. Los fotógrafos se abalanzaron sobre la puerta del calabozo metálico para tomar la imagen del momento preciso en el que el custodio le pusiera las esposas. Me era imposible estar sentada, por lo que me coloqué muy cerca de la jaula, arrimada a la baranda que separa al tribunal del público, así que no le perdí pie ni pisada al vetusto general –81 felices primaveras, hasta ese día- en su recorrido del encierro al banquillo. Al ver a los fotógrafos ávidos, expectantes, por tomar la foto cumbre de ese día –el general enchachado- con toda su rabia y prepotencia volvió sobre sus pasos y se convirtió de nuevo en el general enjaulado. Tras él entró el custodio y le colocó las esposas. No me da pena decirlo: ¡qué gusto sentí al verlo salir con sus manos inmóviles y su soberbia enorme, que en ese momento no le servía para nada! Entró, dio su nombre y juró con la mano derecha en alto. Se sentó y no dijo nada. Sus patéticos abogados patéticamente pidieron que se trasladara al patético general genocida al hospital, patética solicitud que fue rechazada por la jueza.

Ese 20 de junio fue un día extraordinario para quienes estuvimos presentes en esa primera audiencia de declaración de López Fuentes. Pero las vidas que más se verán impactadas, por supuesto, son las de las mujeres y hombres ixiles que sobrevivieron a sus dictados de muerte. Ellas y ellos, integrantes de la Asociación para la Justicia y la Reconciliación, apoyados por CALDH, tuvieron la dignidad de presentar una demanda, en 2001 contra el alto mando militar responsable de las atrocidades, conformado por José Efraín Ríos Montt, Óscar Humberto Mejía Víctores y el ya procesado López Fuentes.

Reflexiones posteriores

Ese 20 de junio, hipnotizada, puse mi mirada sobre el general durante varios minutos. Dentro de mi incredulidad, siempre pensé que tenía que vivir cien años para ver algo así por absurdo que suene. No sé realmente qué esperaba. ¿Acaso que se transformara en un monstruo, empezara a rugir y nos matara? Pero no, las cosas no son tan simples.

Los genocidas guatemaltecos no son monstruos ni asesinos seriales. No son psicópatas, aunque lo parecen por su desprecio por sus víctimas, sino personas que en el ejercicio de sus cargos, como parte de sus atribuciones y en el marco de estructuras institucionales, valiéndose de dios, la patria o la libertad –por cierto, sin querer me salió el lema del nefasto y oscurantista Movimiento de Liberación Nacional que derrocó a Arbenz con el apoyo de militares traidores y el Departamento de Estado- formularon planes (Victoria 82, Sofía, Firmeza 83), impartieron órdenes y las ejecutaron en una cadena de delitos que se constituyeron en crímenes horrendos.

Hombres –cuesta ponerles la palabra- como él y otros muchos, actuaron racionalmente. Fue una racionalidad aterradora la que los llevó a construir un enemigo -ese “otro” que en Guatemala fueron los pueblos indígenas, mujeres y hombres de la oposición política legal o ilegalizada, comunistas, revolucionarios, y, en general, quienquiera que no acatara los mandatos del poder- al que despojaron de lo humano para justificar las peores atrocidades, entre ellas los genocidios del pueblo ixil y el exterminio de políticos/as opositores.

Junto con estos delitos de lesa humanidad, la desaparición forzada de decenas de miles de compatriotas, la violencia sexual y todos los tipos de crímenes perpetrados contra la población guatemalteca, son el resultado histórico de la articulación de la voluntad e intereses de un conjunto de sectores entre los que se cuentan la poderosa presencia de los Estados Unidos y la oligarquía guatemalteca, con la complicidad de los medios y la jerarquía eclesiástica. En todo esto hubo autores materiales e intelectuales que encarnaron esa voluntad, que deben ser investigados y sometidos a la acción de la justicia.

Por otra parte, en ese cruento proceso los altos mandos militares no solamente se llenaron las manos de sangre, también se enriquecieron. El genocidio no lo hicieron gratuitamente. Se apropiaron de “vidas y haciendas” por la vía del despojo a las víctimas; además, crearon estructuras y aparatos ilegales que hoy día continúan empleando en todo tipo de negocios mafiosos. En este sentido, el juicio a López Fuentes es la punta del iceberg y muestra una faceta del terrorismo estatal de aquellas épocas. A estas alturas, transcurridos casi quince años de la firma de la “paz”, tan solo puedo suponer la magnitud y clase de los actos delictivos que rodearon la represión y el genocidio porque no ha sido investigado suficientemente qué sucedió. Como en procesión de pueblo con chupeteros y vendedores de vejigas, estoy segura de que florecieron negocios variopintos, por ejemplo, las adopciones ilegales de niños/as que continúan desaparecidos, la apropiación de bienes inmuebles, los fraudes con el supuesto acceso a la información sobre el paradero de las personas desaparecidas –desde “espiritistas” hasta agentes de la G2 que se acercaban a los atribulados familiares (mis padres entre ellos) para dizque darles datos de dónde hallar a su pariente- así como el despojo de tierras a las comunidades indígenas. Escondido hay un largo etcétera que posiblemente abarque varios capítulos del código penal.

La justicia contra los criminales genocidas, torturadores y desaparecedores no es una cruzada del bien contra el mal. Sus acciones terribles se inscriben en estructuras económicas y sociales injustas y caducas hasta para el capitalismo, generadoras de desigualdades abismales, exclusiones mayoritarias y carencias enormes de una mayoría abrumadora de la población. Esto no se va a acabar con el juicio a López Fuentes y sus secuaces, pero hay que hacer justicia penal. Hagámosla como sociedad, sin perder de vista que este esfuerzo está eslabonado con las demandas históricas de justicia social y económica en nuestro país.

Desde mi posición interesada –soy la hermana de un niño desaparecido por la G2- celebro el juicio a López Fuentes, al igual que me han satisfecho las condenas de Cusanero, los desaparecedores de Fernando García, la familia de El Jute, el proceso en el caso de Dos Erres y la captura de García Arredondo. Es bastante en poco tiempo, pero falta demasiado para un país en el que se contabilizaron 200 000 mil personas muertas o desaparecidas. Hay que seguir y para ello se necesitan políticas estatales consistentes de verdad y justicia, jueces sensibles y comprometidos/as y voluntad y consenso sociales para impedir que lo sucedido, vuelva a repetirse. Eso es justamente lo que peligra en este momento, en el que lo que se observa es que un presunto perpetrador de acciones semejantes a las cometidas por López Fuentes encabeza las encuestas electorales.

Informe CEH

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