miércoles, 14 de septiembre de 2011

Letras de ciega

Perdida en el laberinto de mis sueños y de las pesadillas, cada noche me lanzo a recorrer un país que existe solamente en mi fantasía. Esta madrugada, la del lunes 12 de septiembre, con un cielo hecho de pesadas nubes que me ocultaron una luna hermosa, era una casa enorme, llena de recovecos donde se respiraban la oscuridad y la tristeza.

En esa casa de humo y telarañas, llena de ventanas cegadas por el odio, cabía un pueblo entero. A lo largo de sus interminables corredores que terminaban frente a paredes mudas, sin salidas, había casas blancas. Sus techos altos nos cubrían los miedos y por todos lados se elevaban graderíos que subían a ninguna parte. Muebles y cosas viejas se amontonaban al lado de las cortinas raídas, de los trajes brillantes que colgaban del techo, de las camas enormes y los orinales empolvados dispersos aquí y allá.

En esta casa enorme de gruesas paredes agrietadas, de las que rezumaban helados, malolientes, el olvido, los intentos de lo que pudo ser y la miseria con las uñas largas y sucias, se extienden largas las aceras sinuosas y plagadas de obstáculos, desiguales. Por ellas corren veloces los trenes. Me alejé en uno de ellos, sin poder encontrar en la casa imposible el equipaje que llevaba al llegar, sin bolsa ni papeles, sin todas las cosas que compré (sábanas amarillas y dulces de todos los colores).

En los prostíbulos que están en cada esquina de esta larguísima calle empedrada, hay mujeres desnudas que anuncian sus carnes frescas a sus puertas. Son mujeres morenas, de pechos pequeños, cuerpos macizos y ojos duros que me ven alejarme hacia ninguna parte. 

Sola, con el corazón encogido, preguntándome dónde está la salida y hacia donde me lleva este camino, veo por la ventana de ese tren que corre hacia ningún lado, como pasan las horas, los días, los meses y los años de este exilio que no termina nunca.

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