sábado, 29 de octubre de 2011

Hablar del hambre con la boca llena

Desde un sitial privilegiado, contemplo lo horrible que puede ser el mundo. Con el estómago lleno, leo noticias sobre la hambruna en Somalia y los altos grados de desnutrición en Guatemala. En mi poltrona me entero, con ojos educados, alfabetizados, sobre la niña pequeñita que trata de barrer con una escoba que seguramente la duplica en peso y en altura, mientras un hombre la apresura con voces de regaño. Ella se llama Estúpida Mugrosa.

La niña tiene hambre. Su cuerpecito es delgado, su pelo oscuro está enrojecido y quebradizo por la desnutrición. Ahora estoy a su lado, también debo limpiar. Estoy desnuda y no quiero que me vea nadie, pero no puedo evitarlo. Me levanto del lugar en el que me escondía afligida, pensando en cómo volver a mi casa para ponerme ropa, pero lo que tengo es otra escoba en la mano. Mis pies descalzos se posan sobre un suelo asqueroso, los encojo temiendo pisar algo que los dañe. No parecen notar mi desnudez ni mi vergüenza. No digo una palabra.

Diligentes, la pequeñita y yo seguimos limpiando un suelo polvoriento, en una calle sucia de ninguna parte. Encuentro unas bandejas con comida podrida, abandonadas en este lugar que se asemeja a una estación de buses, un viejo teatro o un circo pobre, de esos que van de pueblo en pueblo. Me repugna tocarlas. Con la escoba tiro al suelo, barriéndolos, los pedazos de carne podrida, grasientos restos de papas fritas y trozos mordisqueados de panes mohosos cuando veo a mis pies a dos niñas, son dos y vienen más, los toman con sus manos pequeñas y sucias, de uñas largas, y se los llevan a la boca ávidamente, cual manjares.

No las detengo. Las contemplo desnuda, con el estómago lleno, satisfecha, sin hambre, mientras de mis ojos educados, alfabetizados, caen lágrimas mezcladas con sangre.

jueves, 20 de octubre de 2011

Reflexiones sobre el asesinato de un hombre joven





A los 23 años, ¿quién piensa en la muerte, en su muerte? ¿Quién la desafía o la teme? ¿Quién sabe que podría morir pronto, si apenas se está empezando la vida? El 20 de octubre de 1978, al finalizar la manifestación conmemorativa de la Revolución de 1944, fue asesinado a balazos un hombre joven, uno más de tantos compañeros y compañeras cuya existencia fue truncada en una arrasadora vorágine de sangre. Su nombre, Oliverio Castañeda de León, su edad, 23 años. Era Guatemala, era 1978 y entonces -como ahora, por razones distintas- la gente joven y revolucionaria se convirtió en presa de hombres rabiosos que desataron una cacería despiadada. La cruzada exterminadora perpetrada por militares y oligarcas, con la complicidad de los Estados Unidos, se constituyó en un genocidio del que poco se habla, talvez porque sus víctimas fueron opositores/as políticos/as comunistas, junto con otras muchas mujeres y hombres revolucionarios, de quienes ya no sé si decir que dieron sus vidas por la patria porque les fueron arrebatadas injusta y violentamente.

Estudiante destacado de Economía en la Universidad de San Carlos, militante comunista en la Juventud Patriótica del Trabajo y secretario general de la Asociación de Estudiantes Universitarios, Oliverio se había convertido en poco tiempo en un protagonista de la escena política guatemalteca. Su liderazgo indiscutible no pasó desapercibido para los aparatos de poder.

Esa mañana del 20 de octubre de 1978 -un año tan duro como todos los años en esa tierra dura, tan pesado como la muerte por decreto, anunciada en listados apócrifos firmados por espurios comités de padres de familia y otros nombres absurdos- marchábamos con un cierto ánimo de triunfo, es más, con la certeza de haberle ganado la partida al gobierno del corrupto y asesino general Romeo Lucas. Con esa manifestación se cumplía un doble propósito: conmemorar la Revolución de 1944 -la oportunidad perdida de habernos convertido en otro país- y celebrar el haber impedido el aumento al doble del pasaje del transporte urbano en la capital. Este logro se debió a las masivas protestas populares protagonizadas por el funcionariado estatal agrupado en el Consejo de Entidades de Trabajadores del Estado (CETE), los sindicatos, las asociaciones estudiantiles de secundaria y la USAC, la AEU y la población de los barrios capitalinos, que se volcó a las calles día a día con los “cacerolazos”. De esa forma, durante el primer tercio de ese octubre lejano, se vivió un clima preinsurreccional, como lo definiera un compañero en sus análisis del momento.

Probablemente la euforia por lo aparentemente ganado en las jornadas de octubre veló la capacidad de  entendimiento y no se pudo percibir con claridad una serie de hechos que, al articularlos posteriormente, se vieron como el inicio del desmantelamiento de las organizaciones populares y el cierre de los espacios abiertos a pulso por el empuje y las luchas de diversos sectores sociales y políticos. Además de la ilegalización de las precarias asociaciones del funcionariado público y la detención de su dirigencia, en esos meses se aceleró la implementación de la decisión del poder militar – oligárquico para descabezar el movimiento popular. Pero sobre eso ya se ha escrito y mi propósito es otro.

A 33 años de distancia, mientras los compañeros y compañeras sobrevivientes le rinden homenaje, evoco con absoluta nitidez las últimas palabras del joven asesinado ese 20 de octubre. Profético, Oliverio amenazado de muerte, Oliverio asesinado al mediodía, con sus 23 años a cuestas, su voz clara y suave y su palabra pausada pero firme, dijo “podrán masacrar a los dirigentes, pero mientras haya pueblo, habrá revolución”. Ese discurso postrero fue pronunciado en la concha acústica del parque Centenario, el espacio estrecho del que nos adueñábamos desafiantes cada 1º. de mayo y cada 20 de octubre tras recorrer las calles citadinas, marchando con canciones, consignas, pancartas y banderas de lucha.

Retrocedo en el tiempo. Tras recoger las mantas y pancartas que llevábamos, atravesé el parque Central. A mi izquierda, donde siempre, el Palacio y, al frente, la Catedral. Un ruido de disparos a mi espalda me hizo volver a la cabeza. Sobre la 6ª. Avenida se levantaban columnas de humo blanco. “Lacrimógenas”, pensé. Vi gente que corría y apresuré el paso para retirarme del lugar. Unos minutos más tarde, en la Casa del Estudiante, recibí una llamada telefónica. Una voz de mujer dio la noticia: “mataron a Oliverio”.

Incrédula y perpleja, con un grupo de compañeros y compañeras volvimos sobre nuestros pasos. Al subir las gradas del Portal me encontré con una de mis hermanas que me lo confirmó llorando. Volamos hasta llegar al sitio de la muerte, la entrada del Pasaje Rubio. Oliverio está caído, su sangre forma un charco en el que reposa su cuerpo, ya sin vida. El gesto de su rostro, hermoso y pálido, el rostro de un cadáver, es de un absoluto desconcierto. A su lado, su padre, mirándolo sin lágrimas. Su figura es la de un hombre derrotado por la anunciada muerte de su hijo, vencido por el dolor.

¿Qué sintió Oliverio? Al ver su nombre en la lista de amenazados de muerte, seguramente creyó que verdaderamente querían matarlo, pero pensó, a lo mejor, que no sería ese 20 de octubre. No, a plena luz del día, después de su discurso; no frente a decenas de personas. No, a una cuadra del Palacio. No, porque a los 23 años no se debería pensar en la muerte, a menos que se estuviera en Guatemala y se tuviera la marca de enemigo grabada en la frente por el poder criminal.

Cierro los ojos y lo veo correr, cruzar la calle, alejarse de sus amigos y amigas para evitar que las balas que llevaban su nombre tocaran otras carnes que no fueran las suyas. Lo veo caer, vencido por siglos de oscurantismo encarnado en los cobardes esbirros de Chupina, el tenebroso coronel jefe de la policía que fue visto a escasos metros del lugar.

¿Qué pensó Oliverio en el instante exacto en el que se percató que iban a matarlo? Posiblemente tuvo miedo o posiblemente ni siquiera tuvo tiempo para experimentar esa emoción tan básica frente a amenaza semejante. Talvez su mente se vació de cualquier pensamiento para rendirse ante la idea de que no viviría más. A lo mejor recordó los versos de Otto René Castillo, “alguien tenía que caer para que no cayera la esperanza”, mientras instintivamente buscaba la salida de esa trampa mortal que se le cerró encima, despiadada. Quizá se consoló muy brevemente –todo pasó en segundos- al suponer que su sacrificio abriría el camino a la Revolución.

Solo puedo dar cuenta de mi desolación al ver sus ojos cerrados para siempre, su sangre derramada sobre el piso de cemento donde quedaron las huellas de sus pies que no pudieron alejarlo de sus ejecutores, su gesto de sorpresa y desencanto y su voz detenida por las balas de una sarta de criminales que continúan impunes hasta hoy.

No tuvo escapatoria. Oliverio fue cazado vilmente, su asesinato injusto se encadenó con otros y otros y otros, hasta sumar cientos de miles en ese país ensangrentado por la codicia de unos pocos. Por eso, Luis de Lión, el poeta noble, el maestro de escuela desaparecido en 1984, comunista, pocos días después, agobiado por la tristeza, escribió “Acerca del venado y sus cazadores”.

Tantos siglos contra un solo minuto,
tanto cuchillo para cortar una flor,
tanta bala para acribillar una bandera,
tanto fuego para quemar un libro,
tanto zapato para aplastar un rocío,
tanto ruido para acallar una voz,
tantos cazadores para cazar un solo venado,
tanto cobarde contra un solo valiente,
tanto soldado para fusilar a un niño.

Al otro día, en medio de un mar de claveles rojos, su féretro avanzó hacia el cementerio por esas mismas calles que pocas horas antes recorrimos, llevado en hombros por la gente del pueblo que, humilde, dejaba flores y veladoras en el sitio donde Oliverio, el joven revolucionario, quedó sin vida.

jueves, 6 de octubre de 2011

Treinta años y a seguir contando... ¿hasta cuándo?

En el vasto territorio de mi alma –que limita al norte con el origen y la continuidad de mi carne y de mi sangre; al sur, con la tierra, mi patria y la madre planetaria; al este, con la gente hermanada por la vida; y, al oeste, con el que buscamos incansables-, caben todos los universos juntos.

En ese lugar –hecho de tormentas, de tiempo y de recuerdos, un paraíso y todos los infiernos- guardo las mil razones para morir y para seguir viviendo. Ni siquiera el universo entero puede igualar este infinito tejido formado de segundos, horas, años, hilvanado con mis respiraciones, miradas, pensamientos, deseos, alegrías, sufrires, todos los sentimientos: los cualquieras y los huracanados.  Allí habitan el dolor y la alegría, allí se han apiñado uno a uno los días transcurridos desde ese otro 6 de de octubre de hace treinta años, cuando los malditos arrastraron a Marco Antonio con ellos y lo hundieron en un limbo del que no salió nunca.

Es en mi alma donde quedó para siempre, grabado a fuego, el momento terrorífico cuando fue capturado a la una de la tarde de ese día, en ese año de la desgracia y de la muerte. Tres hombres armados y furiosos, salidos del averno, con sus manos marcadas por carnes torturadas y sangrientas, asomaron sus fauces a las puertas de la que hasta entonces fue mi casa. Se lo llevaron a él al no encontrarnos, en lugar de los libros, las ideas, las banderas y todas las consignas. Lo arrancaron, malditos, de los brazos de mi madre, sordos ante sus ruegos, ciegos ante su imagen –la desgarrada madre de rodillas clamando que se la llevaran a ella y no a su niño. Tampoco quisieron ver a la mujer que corrió tras ellos suplicante y que lo sigue haciendo, en sueños, en pos de su hijo.

Eso no quedó allí, no es el pasado, no sucedió solamente ese día. Es un lugar al que regreso cada vez que me arrastra el recuerdo, uno que no construí con mis propias vivencias. Esbozo apenas esta imagen con el horror de las palabras de mi madre, que sí tuvo ojos para verlos y no olvidar sus caras ni sus armas pesadas, que sí los escuchó pidiéndole a Marco Antonio la cinta con la que lo amordazaron, que entendió lo que estaba pasando y se hundió en un abismo que no conoce fondo. Fue ella quien vivió ese momento, aquel en el que sus manos quedaron vacías para siempre, traspasada de miedo por su hijo.

(¿Qué vieron sus ojos, hermano, cuando se lo llevaron a ninguna parte? ¿Que oyeron sus oídos? Oscuridad, silencio, quizá, en ese lugar terrible donde no lo alcanzamos…)

Hermano, usted sabe cuánto lo buscamos sin hallarlo, ni entonces ni ahora. Nunca es una palabra que no admite matices, y así ha sido su ausencia, absoluta. Tampoco hemos logrado justicia por su vida perdida. Alguien debería estar pagando por cada uno de sus días no vividos; alguien tiene la culpa por lo que usted pudo haber sido, lo que pudo haber dado, lo que pudo haber hecho, bueno o malo.

Pero aquí está conmigo, en mi sangre, en mi piel, en lo más elemental de mi existencia. Está en mi esperanza de encontrar lo que quede de usted y sepultarlo y en hacerle justicia, tristes anhelos compartidos con quienes no queremos resignarnos a que siga imperando el mandato de olvido, a quienes nos erguimos sobre nuestro dolor y no transamos y no perdonamos. Y eso también es absoluto.

Pero tampoco está y eso es lo duro. Es otra paradoja. Con palabras me enfrento a una perversa realidad que me despierta y destruye castillos en el aire, sueños de opio, autoconsuelos, refugios ilusorios, paliativos que se construyen día a día para no pensar en la tragedia. Hace mucho entendí que los finales felices no son para nosotros, familiares de desaparecidos, los cuentos de hadas quedaron en los libros. La imaginación no nos da para tanto en un país en el que, aún ahora, se duerme con los ojos abiertos, siempre alertas, aunque se bajen los párpados. Es un país que huye hacia atrás, arrastrado por un pasado de sangre, de cuerpos insepultos, de masacres impunes, de militares genocidas que orinan los muros de la mítica patria de Otto René Castillo.

Hoy, 6 de octubre de 2011, se cumplen treinta años de la desaparición forzada de mi hermano. Son treinta años pesados como puños, de búsqueda y espera, acumulados en mi piel y en mis huesos, también en mi palabra. Mientras tanto, ellos, los desaparecedores, los asesinos -triunfantes, satisfechos, soberbios, con su poder intacto- se pasean impunes, quizá deseando que muera o que desista. Pero yo, Ajpu, cerbatanera, acecho en el camino del tiempo y la paciencia, sostenida por la lealtad, la solidaridad, los principios y la sangre de mi hermano, que es la misma que corre por mis venas.

domingo, 2 de octubre de 2011

El solitario ejercicio de recordar tragedias

En estos días, colmados de recuerdos y con el espíritu sombrío, no puedo evitar preguntarme cómo llegué hasta aquí con la carga de todo lo vivido, como he podido soportar la injusta ausencia de mi hermano...

Pregunta sin respuesta 

¿Cómo pude vivir?
Si usted
Era el aire
La luz y la alegría.

Hace treinta años, mi hermana estaba prisionera en el cuartel militar de Quetzaltenango, en el que permaneció retenida durante nueve días y del que logró escapar gracias a un formidable impulso de vida. Detenida ilegalmente por el ejército, era imposible averiguar su paradero y, aunque lo hubiéramos sabido, nuestra protección no podía llegar hasta ella. En aquellos años, a los ojos de las familias de las víctimas de la represión asesinadas o desaparecidas, era evidente la complicidad de policías y jueces con la impunidad de los perpetradores.

Entonces, como ahora, cuando mi furia es tanta que quisiera levantar cada piedra, remover el silencio y abrir los labios de aquellos que -sabiendo la verdad- continúan callando, renuevo esa conocida sensación de frustración e impotencia y vuelvo a sentir que no hay poder humano que logre arrancarles la verdad y la justicia, que también fueron desaparecidas en Guatemala.

Impotencia

Soy fuego que no quema,
una raya en el agua,
caminos en el aire.

Sueños...
edificios de arena,
empedrados caminos al infierno,
intentos.

Una voz que no escuchan,
huracán que no arrasa,
tormenta que no llega.

Apagado volcán.
Soy furia contenida.

Todo esto lo sé porque lo he vivido. Pero la gente en Guatemala no lo sabe y, en términos generales, eso sucede porque en todos estos años no ha habido voluntad de parte de quienes desempeñaron puestos de decisión para implantar una política educativa dirigida a la recuperación de la memoria histórica. Este es un problema complejo porque, por otra parte, la verdad sobre lo sucedido en los años del conflicto armado y el terrorismo de Estado sigue siendo un terreno en disputa; los hechos siguen siendo negados por la institucionalidad comprometida, principalmente el ejército, y, por supuesto, por los perpetradores materiales e intelectuales de hechos abominables plenamente tipificados en los tratados internacionales de derechos humanos y el código penal guatemalteco. En esta postura, sospecho que existen intereses inconfesados por parte de la oligarquía que, cuando se trató de mantener su poderío, no dudó en apoyar a los asesinos y a los desaparecedores, tampoco le tembló la voz para dictar órdenes de muerte ni tuvo reserva alguna para organizar, financiar y armar sus propias bandas criminales para segar las vidas de quienes obstaculizaran su camino.

Hay otro hecho deplorable y es que para muchas personas, caladas por la "cultura" de la inmediatez, la novedad y el rechazo postmoderno a la historia, el conocimiento de lo sucedido en el pasado es innecesario. Otras tantas, son fieles reproductoras de la versión acuñada para preservar la impunidad de los perpetradores, como podemos leer con asco en los blogs del periódico, prensa libre y otros medios; y muchas otras siguen con los ojos cerrados, viendo para otro lado, o sencillamente cualquier mención a lo sucedido les remueve sentimientos difíciles de afrontar por su propia experiencia. Sin embargo, esto no es un asunto personal, aunque a eso queda reducido cuando se dan estas situaciones. Son la sociedad y el Estado quienes deben establecer políticas educativas y culturales, acompañadas de acciones contundentes de investigación, juicio y castigo a los culpables y de reparación a las víctimas.

Recordar hechos trágicos, como la desaparición forzada de Marco Antonio, por mucha verdad histórica que haya en ellos, ha sido para mí un doloroso ejercicio en solitario. Ya no quiero hacer eso, ya no quiero actuar como si estuviera haciendo algo ilegítimo o cometiendo un pecado mortal; tampoco me importa -y nunca me ha importado- ser incómoda por decir lo que pienso a contrapelo de lo que manda el poder. Ahora, sintiéndome parte de quienes construyen un camino para la verdad y la justicia en Guatemala, recordaré en voz alta, quizá con palabras muy duras en escritos como este, pero también con un profundo amor a mi hermano y a mi tierra de sangre y de silencio.