martes, 29 de noviembre de 2011

La verdad yace bajo la tierra

Tú quieres que renueve
el atroz dolor que el corazón me aprieta
de solo pensar, aún antes que hable.
Mas si podrán ser mis palabras semilla
de rendir infamia al traidor que carcomo,
hablar y llorar me verás juntamente.
El Infierno: Canto XXXIII
La Divina Comedia de Dante Alighieri

Enredada una vez más en mis recuerdos, espero el cumpleaños de Marco Antonio. Como cada 30 de noviembre, una ocasión feliz se vuelve una especie de tortura para mí, hermana de un desaparecido. ¿Cómo reinventar este día, ese momento, para que no duela más? ¿Cómo trocar el dolor por el amor y la alegría de su vida? En mi corazón, aún no hay respuestas para eso, pero sigo buscándolas.  

Catorce años, diez meses y seis días se prolongó su estancia en este mundo, tiempo en el que creció y se educó en un profundo amor a nuestra tierra. Cuando despuntaba en él un hombre, viene la escena cliché, la que describe el modus operandi de los desaparecedores: hombres vestidos de civil, fuertemente armados, sin identificación se presentaron en mi casa, etc.

Lo que sigue, ha durado treinta años. Treinta años sin justicia para sus captores ni para quienes se los ordenaron. Treinta años sin verlo más que en las imágenes siniestras que creaba mi mente –a ratos desquiciada- a partir de lo que se sabía que hacían con los desaparecidos y desaparecidas. Treinta años sin haber podido recuperar sus restos; no me doy por vencida, pero no espero nada, no quiero ilusionarme con el hecho de que un año de estos podremos enterrarlo.

Marco Antonio cumpliría mañana 45 años. Si hubiese vivido, posiblemente habría tenido hijos; se habría graduado de ingeniero o quizá hubiese optado por lo que en aquel tiempo se expresaba como “irse a la montaña”. No lo sé. Su vida nos quedó entre las manos como un libro con las hojas en blanco. Me duele su vida no vivida pero me duele más su muerte, sin fechas, sin noticias de dónde fue dejado su cadáver. Quiero sacarlo de su último instante con nosotros, ese terrible en el que mi madre corrió llorosa y suplicante tras sus captores, rogándoles que se la llevaran a ella y no a su hijo. Quiero quitárselos a ellos de las manos asesinas y torturadoras. Quiero pensar intensamente que todo eso pasó, que no sucede más aunque en mí se repita, que lo que le siguió fue corto, que no sufrió tanto lejos de nosotros, inalcanzable para nuestros abrazos, invisible para nuestros ojos que, buscándolo, horadaban la oscuridad en la que nos habían sumido. No pude oír sus gritos, porque quizá gritó; no pude protegerlo del maltrato; no pude evitar su ausencia que ya dura una vida, ni pude rescatarlo de la muerte. Treinta años sin verdad, sin saber que le hicieron, sin certezas de su muerte. ¿Cuándo? ¿De qué manera? ¿Cuánto sufrió? ¿Quiénes? ¿Cuáles eran sus nombres? ¿Por qué?

En algún momento de este largo trayecto tuve que decidir que ya no estaba vivo. Lo esperé por diez años. Soñé con su regreso. No podía creer que estaba muerto, la sola idea me volvía loca. Hasta que un día, viendo el mundo de irrealidad al que me llevaba ese pensamiento, decidí no esperarlo, entendí que podría estar muerto. ¡Qué injusto! Sentí que era yo quien lo mataba. Por eso exijo la verdad sobre lo sucedido.

La verdad en los casos de desaparición forzada –y en todos los de violaciones a los derechos humanos- es un derecho de las víctimas. Es el derecho a saber lo que ocurrió, pero también a contar nuestra experiencia, el primer paso para la conformación de un relato colectivo compartido por la sociedad a la que pertenecemos, que también tiene derecho a la verdad. No se trata de un ejercicio masoquista de sentarme a llorar y a contar sin que nadie me escuche, sin que a nadie le importe, sin que nadie me crea. Es un esfuerzo deliberado por parte de la sociedad y el Estado para establecer los hechos y las condiciones que originaron las atrocidades, con la finalidad de definir y realizar una serie de medidas preventivas y reparadoras para que no se vuelvan a repetir. El resultado será la verdad histórica, apegada a los hechos, aleccionadora, un factor para la construcción de un futuro con paz, seguridad y dignidad de los que Guatemala está tan desprovista.

Pero en Guatemala, la verdad de las víctimas de desaparición forzada también fue desaparecida. Yace bajo la tierra, como los más de 200 cuerpos encontrados en un cementerio clandestino en el destacamento militar de San Juan Comalapa. Una verdad silenciada tras los labios sellados por el miedo. Una verdad sepultada con sus familiares, que se han ido muriendo de impotencia y tristeza a lo largo de más de cuatro décadas, como murió mi padre sin saber qué hicieron con su niño. Una verdad perdida en los archivos militares, en los laberintos de una justicia que no llega, en los meandros del pensamiento contrainsurgente.

Esa verdad está siendo negada nuevamente bajo los argumentos y consignas de la derecha y los veteranos militares que se afanan por lograr la aprobación de una ley de punto final a la persecución judicial de sus crímenes y por detener la acción de la justicia. El resguardo y perpetuación de su impunidad es lo que está en juego en su cerrada negativa a reconocer el genocidio, la desaparición forzada, la violencia sexual y otras atrocidades perpetradas en los años más duros del terrorismo de Estado.

En ese contexto de impunidad, La Verdad de las víctimas entra en colisión con la verdad de los perpetradores. Por un lado –el de las víctimas, las luchadoras y luchadores sociales, las defensoras/es de los derechos humanos- abundan los testimonios del dolor y la ausencia de decenas de millares de hombres, mujeres, niñas y niños, asesinados o desaparecidos, cuyos nombres y experiencias fueron registrados en los informes del REMHI y la Comisión de Esclarecimiento Histórico. Todos los señalamientos de responsabilidad en el 93% de los casos de violaciones a los derechos humanos, apuntan en la misma dirección: el ejército de Guatemala y otros cuerpos estatales subordinados a su mandato.

Del otro lado jamás se han aceptado los hechos y menos la responsabilidad. Muestras de ello son el brutal asesinato de monseñor Gerardi, dos días después de la presentación del informe Guatemala: Nunca Más, crimen por el que purgan pena de prisión dos militares; y la insolencia de Alvaro Arzú cuando se negó a recibir el informe Guatemala: Memoria del Silencio, de la CEH. Ahora, el variopinto coro que se adhiere a estas posturas, incluyendo a columnistas de prensa, siguen repitiendo el discurso contrainsurgente que divide a la sociedad guatemalteca en amigos y enemigos. En su inamovible e incuestionable lógica -rabiosamente contrarrevolucionaria, antidemocrática y anticomunista- lo que libraron fue una guerra patriótica contra los enemigos del país.

Sordos y ciegos a cualquier cosa que no convenga a sus intereses, estos sectores continúan erigiendo barreras ideológicas y esgrimiendo argumentos impregnados de odio contra sus decenas de miles de víctimas y sus familias, negando sus delitos y disfrazándolos de hechos heroicos, con mucha torpeza pero con bastante efectividad. Para lograrlo, han contado históricamente con la complicidad de la oligarquía, la primera beneficiaria de sus actos terroristas; de los medios, sobre todo las grandes empresas periodísticas, que se autocensuraron y cerraron sus puertas a las víctimas cuando acudíamos a ellos para difundir los hechos terribles; la jerarquía eclesiástica, con excepciones notables, como monseñor Gerardi y otros obispos; una buena parte de la comunidad internacional, empezando por los Estados Unidos; y, vastos contingentes sociales que por convicción o por miedo se callaron y vieron para otro lado. Ahora, los cuerpos encontrados en Comalapa, que pertenecieron al estudiante universitario Saúl Linares, de 23 años, y al dirigente sindical Amancio Villatoro, hacen saltar por los aires la verdad contrainsurgente y señalan al ejército de manera contundente como perpetrador de crímenes de lesa humanidad, una verdad que se ha venido repitiendo incansable y persistentemente.

En el contexto de la disputa por la verdad y en el afán por mantener su impunidad, los perpetradores y sus cajas de resonancia, quieren hacer aparecer nuestras demandas de justicia como venganza o revancha, arrojando una carga negativa sobre nuestras reivindicaciones. En ese esquema de intereses perversos en contra de la verdad y la justicia, en el que se inscribe su aparente sordo - ceguera ideológica, los perpetradores de los crímenes de lesa humanidad en los años del terrorismo de Estado, planean seguir usufructuando los réditos de impunidad derivados de su trasnochada y letal visión del mundo. Para ello, necesitan que la verdad sobre las víctimas de la desaparición forzada –unas 45 000 desde que se empezó a practicar en nuestro país, en 1964- y las violaciones a los derechos humanos que ocasionaron 200 000 muertes, siga apareciendo como una verdad subversiva, sin credibilidad, deslegitimada por los relatos de los detentadores del poder que se aferran a su versión ideologizada de lo sucedido, un paraguas que les resguarda de la justicia y la sanción social que merecen por sus crímenes.

Quizá con justicia y verdad y habiendo sepultado dignamente a mi hermano, pueda reinventar el 30 de noviembre, trocando el dolor por el amor y la alegría de su vida. Mientras tanto, sueño y ensueño cosas irrealizables, utopías. Continúo recordando en voz alta y escribo antipoemas, como este que dedico a los perpetradores:

Carta a los perpetradores

Me dirijo a ustedes,
ancianos venerables,
tiernos abuelos,
santacloses,
respetados patriarcas de sus extensos clanes,
blancas palomas,
para pedirles
desde mi detestada condición de víctima
que más allá de sus demencias seniles,
sus alzheimeres,
sus olvidos de viejos,
sus chocheras y senilidades,
sus pretextos y justificaciones,
sus discursos políticos,
sus letales construcciones ideológicas
con las que perpetraron acciones de exterminio
y su cinismo que no conoce límites,
que se quiten el uniforme y
desciendan de sus investiduras.

Mírense como son
desármense,
salgan del cuartel que vive en su cabeza,
hagan a un lado discursos y justificaciones,
piensen en lo que hicieron,
recuerden...
estoy segura de que pueden hacerlo.

Despójense de eso que llaman “espíritu de cuerpo”,
tiren a la basura sus supuestas lealtades,
su complicidad de criminales,
tiren el odio y el miedo.

Yo soy un ser humano que apela ilusamente
a eso que creo que son sin uniforme ni medallas,
sin la cara pintada,
sin la muerte en las manos y en los labios.
Piensen en qué se convirtieron en Fort Bragg o
en la Escuela de las Américas.
Sáquense los prejuicios de los ojos y
traten de ver el mundo de otro modo.
¿Cuesta mucho que piensen en sus víctimas
como seres humanos?

Si lo lograran,
tomen un espejo,
mírense fijamente a los ojos y repitan conmigo:
“yo soy un ser humano,
ni más ni menos que eso,
no fui dios ni demonio,
por lo tanto,
no tenía derecho a quitarles la vida ni a desaparecerlos.
Creyente como soy,
no quiero quemarme en el infierno,
tampoco ir a la cárcel.

Ahora entiendo que todo lo que hice estuvo mal
y les pido perdón
en primer lugar, a las mujeres viudas,
a las violadas y las esclavizadas sexualmente,
perdónenme los niños y las niñas huérfanas,
los torturados,
los que languidecen lejos de la patria,
perdónenme los que perdieron todo,
la libertad, la vida, la tierra,
la esperanza y los sueños.”

domingo, 20 de noviembre de 2011

Los guatemaltecos y guatemaltecas nacen, quizá crezcan, a lo mejor se reproducen y los matan

La vida no es muerte. ¡Qué tontera! Cualquiera lo sabe… Recordando mis lecciones de idioma español de la primaria, vida y muerte son palabras antónimas porque expresan ideas opuestas. Si lo ponemos en palabras, suena absurdo decirlo, pensarlo, escribirlo; pero si lo trasladamos a las formas de ser, estar, pensar y construir el mundo, en Guatemala la vida se vive de otro modo.

Reflexiono sobre esto mientras me duele Byron, mi amigo, compañero de trabajo, compatriota, tres expresiones que encierran una relación fraterna, entrañable, de respeto y cariño forjados en los principios compartidos y el apoyo mutuo ante las vicisitudes de la vida y el exilio. Nos unen, sobre todo, un desgarrado amor por Guatemala, ideales comunes y el irremediable dolor de haber perdido a nuestra gente en el huracán de la violencia pasada y presente.

Hoy, que debería ser para mí como cualquier domingo de funcionaria desteñida viviendo a fondo un día sin horario, lloro por Byron, por su familia, por sus hermanos que serán sepultados dentro de pocas horas, por quienes les sobreviven, entre ellos su madre que ya suma tres hijos desgajados del tronco de la vida. Lloro por mi gente, guatemaltecos y guatemaltecas que, aparentemente impávidos, asisten a estos brutales hechos, que hoy entierran a sus muertos, rezan, derraman lágrimas y se indignan durante quince minutos, los mismos que dura la fama de cualquier “superstar”, y mañana, a otra cosa, mariposa, que hay que tomar fuerzas por si acaso yo sigo.

La muerte, visitante habitual pero esporádica en sociedades “normales”, es violenta y vive entre nosotros y en nosotros desde hace mucho tiempo. Le hemos dado carta de legitimidad a una forma de vivir dominados/as y relacionarnos socialmente que se expresa, ahora como ayer y anteayer y desde siempre, en hechos brutales y en formas atroces de cercenar la vida.

¿No hay salidas? ¿Es vida eso que conocemos y construimos en Guatemala? ¿Es así la muerte? Nuestra sociedad ha configurado una idea de la muerte a golpe de asesinatos, balas perdidas, botaderos de cadáveres, cuerpos flotando en el Motagua, despojos torturados y mutilados, personas desaparecidas en el aire, casi mágicamente, masacres, visitas a las morgues y cementerios clandestinos. Esa idea difiere absolutamente de la que llega de modo accidental, por una enfermedad o por vejez. Morir en la cama pareciera ser un privilegio escaso, reservado para unos pocos, entre ellos los altos jefes, autores intelectuales, y los ejecutores materiales del genocidio y la desaparición forzada. Ellos se están muriendo “en olor de impunidad”, confortados con los últimos sacramentos, con pasaporte asegurado al cielo y un lugar en las páginas de una historia mandada a hacer a su medida, en la que se les asigna el papel de héroes, patriotas y ahora mártires, por decisión de las blancas palomas.

En esta idea de la muerte hay un protagonista que no es precisamente la víctima o sus dolientes. Es el poder. El que viste uniforme verde olivo, se pinta la cara y porta un fusil de asalto, ahora reconvertido en el criminal organizado. El poder del pequeño delincuente o las maras, que en manada asuelan el barrio y matan pilotos de autobús. El poder del hombre machista que avasalla y atormenta los cuerpos de las mujeres y toma sus vidas cuando ellas quieren ser personas. El poder del oligarca que arrasa Polochics a la vieja usanza contrainsurgente. El poder de las transnacionales que envenenan el aire, el agua, dividen a las comunidades y convierten en dólares las entrañas de la tierra. Es el poder retrógrado, criminal, machista, violento, contrarrevolucionario, anticomunista, delincuencial, marero, oligárquico, que históricamente se ha volado cualquier limitación legal –humana o divina- para conseguir sus fines públicos o privados, que sigue sembrando de terror el campo fértil del espíritu humano. Es el poder que en Guatemala ha decidido por décadas, por siglos, quien vive, quien muere y de qué forma.

La muerte violenta, por decreto, con enormes dosis de sufrimiento individual y social, está inscrita en lo más recóndito de mi memoria, en la piel y en el cuerpo, que inconscientemente le teme a la tortura; la siento cada vez que me roza aunque sea de lejos, mediante la noticia. Hoy, ante este nuevo hecho que me llega muy cerca, nuevamente experimento un dolor conocido, familiar, que me ha acompañado por siempre, que despierta pesadillas y monstruos, pero también me indigna y me enfurece.

A esa muerte inhumana, despiadada, no la queremos cerca, pero vive en nosotros con una presencia incuestionable, indiscutible, plenamente aceptada, de la misma manera en que no se ha puesto en duda socialmente, de manera masiva, a un poder que letalmente se ha adueñado de todo y de todos, hasta de los sueños y de los pensamientos, cual si fuera un dictado de la naturaleza. No otra cosa son los dichos, de ayer y de ahora, cuando la muerte violenta se presenta: “en algo andaba metido”, “por algo sería”, “se lo dije”, “ella lo provocaba” y todas las letanías que se repiten ante cada hecho brutal, legitimándolo, inculpando a las víctimas. O las argumentaciones contrainsurgentes, que forman parte del discurso político vigente, que buscan justificar las masacres y el genocidio político y étnico etiquetando a las víctimas como afines a la guerrilla, comunistas, subversivos, terroristas… Este discurso no quedó en el pasado, ahora más que nunca les resulta necesario esgrimirlo para garantizar la impunidad de los perpetradores, como bien se ha visto en las últimas semanas. Unos y otro, dichos y discurso, son ramas del mismo árbol. Con ellos, no se hace otra cosa que fortalecer a los asesinos y su impunidad, naturalizando la violencia y al poder que la esgrime, convirtiéndolos en una fuerza ineludible, incontrolable, descomunal, como un terremoto o un huracán. En todo ello, veo una ecuación: silencio + inculpación de la víctima + naturalización de los dictados del poder = impunidad de los perpetradores. Muy simple en su enunciado, titánica tarea el desmontarla.

En aquellos años, las oleadas de muerte que diezmaban las filas revolucionarias y populares -con los asesinatos políticos, las torturas y las desapariciones forzadas- y castigaban a los pueblos indígenas –con las masacres, el desplazamiento forzoso y el sometimiento en asentamientos militarizados- tenían fechas de inicio y cierre, nombres de campaña, responsables, metas, rendición de cuentas, medallas y ascensos para sus ejecutores. En esos duros años, cada forma de matar tenía que ver con el objetivo, el perfil de la víctima y el impacto social que se buscaba generar, asociado con más terror y más sujeción al poder. Al pensar en todo esto, intuyo que hasta había un protocolo que obligaba, probablemente, a que cuando se trataba de un alto dirigente, el operativo tenía que ser dirigido por un jefe militar o policial, como sucedió en los crímenes de Meme Colom, Alberto Fuentes Mohr y Oliverio.

Hoy en apariencia se vive un clima de muerte indiscriminada y azarosa, pero resulta que hasta las muertes “casuales” siguen siendo parte de los planes de dominación y control de territorios, rutas y mercados del crimen. En estas muertes, el poder armado sigue siendo el gran protagonista en un escenario del que hace largo tiempo desaparecieron la justicia y la verdad, derechos de las víctimas. Tristemente, estas lo que hacen es morirse de cualquier forma y en cualquier momento –detalles del asunto, que otros decidieron- y engrosar las estadísticas que sitúan a nuestro país entre los más violentos del mundo.

Si hay algo inevitable para los seres vivientes es la muerte. Recuerdo aquella retahíla de las ciencias naturales que estudié en la primaria: “los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren”. Pero en Guatemala eso se ha convertido en “los seres vivos nacen, quizá crecen, a lo mejor se reproducen y los matan”. No soy cínica, estoy en absoluto desacuerdo con la muerte violenta decretada por el poder de cualquier tamaño y con cualquier fin, que sigue arrebatando vidas de manera impune. Rechazo absolutamente que se continúe naturalizando la violencia, con lo cual se la legitima y acepta como algo “normal”. Repudio también el silencio que viene hermanado con ella.

Repudio el silencio, porque ante estos hechos, cada uno y cada una sigue con su monólogo interior, sus oraciones y sus lágrimas, cada quien aisladamente, en su cueva se lame las heridas. Valientes columnistas, hombres y mujeres sensibles y decidida/os que se juegan el derecho a continuar respirando, tercamente siguen poniendo el dedo en el renglón, pero pareciera que están hablando solos/as. En la cotidianidad de millones de personas, se le sigue rehuyendo al debate. Es en esos espacios donde estas discusiones deberían tomar cuerpo ciudadano, porque es allí –y en otro más íntimo, yo y mi conciencia- donde se deciden cosas como a quién darle el voto y creer o no que todo esto podría resolverse con mano dura, más pena de muerte y remilitarización, entre otras muchas cosas. Es allí, también, donde debemos construir la memoria histórica, sustituyendo solitario/a por solidario/a, soledad por solidaridad y víctimización por ejercicio de ciudadanía.

Para ello, no solo debemos interesarnos por saber lo sucedido bajo la bota contrainsurgente -durísima e interminable letanía de tragedias humanas y sociales- sino también el por qué y el quiénes, el cuándo, el dónde y quiénes se beneficiaron de todo ello. A partir de ese conocimiento doloroso, podremos como sociedad rechazar de una vez por todas y ojalá para siempre, y mejor si es por medio de la justicia, a quienes encarnaron al poder omnímodo y omnipotente, capaz de transmutar los procesos naturales de la vida en perversas decisiones políticas para lograr el control y la dominación mediante sus actos terroristas. De esta forma, se empezaría a construir no solamente una idea distinta de la muerte y la vida, sino quizá también un país diferente.

La visión naturalizadora de la muerte y la vida violentas, que también admite la muerte por hambre porque “la vida es así”, nos ha cegado y sumido en el terror y la inacción. Quienes enfrentamos los dictados letales y sobrevivimos, somos vistos como animales raros, pero sencillamente somos seres humanos, personas, ciudadanos y ciudadanas, que racionalmente nos negamos a que esa fuera una limitante para la acción política y ejercimos derechos de participación en condiciones precarias, altamente peligrosas, por decir lo menos. Sin embargo, por lo menos en mí, confieso que el mandato de muerte a los desafiadores del poder caló de alguna forma al imaginar que mi final sería violento, dadas mis opciones.

Esta visión normalizadora de la violencia y de la muerte, sigue presente en la forma en la que construimos la vida día a día, limita nuestra capacidad ciudadana de actuar para defender y proteger la vida de todas las personas sin diferencias de ningún tipo; nos cierra la posibilidad de conocer el pasado reciente de nuestro país, encadenarlo con lo que ahora se padece y entender que si esas cosas suceden es porque una sociedad entera lo sigue permitiendo.

Guatemaltecos y guatemaltecas tenemos derechos a vivir y morir de otra manera, sin miedo, sin violencia, humanamente, rodeados/as de cariño, ojalá con tiempo para despedirnos de quienes hemos amado y que sabemos que aunque les dolerá nuestra partida, la aceptarán como un hecho inevitable y normal. Tenemos derecho a ponerle un nombre a la causa de la muerte que no sea “heridas por arma de fuego”, “acribillado a balazos”, "evidencias de tortura" o “señales de estrangulamiento”, típicos de las noticias de sucesos. Ante esas circunstancia, y lo digo sin sorna, hasta cáncer me suena bien como causa de muerte.

Mi amigo y sus hermanos, su familia, tenían esos derechos, al igual que los niños y niñas que mueren de hambre a diario, junto con todas las víctimas que siguen cayendo como frutos estériles del árbol envenenado de la impunidad que crece robusto en las mentes y los corazones aterrorizados por siglos de violencia criminal ejercida desde del poder.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Un pasado que se ha hecho presente, pero ¿es que alguna vez se fue completamente?

La almohada es una piedra. La cama, un trozo de madera en donde no logro acomodarme. Otra vez, luna llena. Otra vez, el insomnio y la migraña. Otra vez, un militar será el presidente de Guatemala. Los pensamientos difíciles anidan en mi cerebro y su oscuro aleteo me recorre los huesos y me enfría la sangre. Siento una mezcla de impotencia y de furia, de frustración y de desesperanza ante lo sucedido en la segunda vuelta electoral guatemalteca para elegir a quien gobernará los próximos cuatro años. Entre el presunto violador de los derechos humanos y el presunto narco, el electorado optó por el primero. Es así como un general del que fuera señalado como el ejército más sanguinario del hemisferio será quien asuma el mando presidencial a partir del 14 de enero de 2012. Además de ex general, es un ex agente de la G2, la entidad de inteligencia militar responsable de la desaparición de mi hermano hace treinta años, de la que llegó a ser su director entre 1991 y 1993. A esto se le suman informes y testimonios en los que se le vincula con desapariciones forzadas y el genocidio de los pueblos indígenas.

Duele la afrenta y hiere la soberbia de quienes fueron capaces de ponerse por encima de la ley para imponer el proyecto económico y político de una minoría codiciosa, situándose más allá del bien del mal, inmunes al castigo y a la sanción social que merecen por sus crímenes. Pero no es solo eso. Estoy segura de que entre la gente de su partido hay gente honrada, de esa que solemos describir como que “no mataría ni una mosca”. Aún así, no tuvieron escrúpulos ni ética para escoger a un candidato sobre el que pesan acusaciones tan graves; tampoco las más de dos millones de personas que le favorecieron con su voto reflexionaron al respecto.

He ensayado muchas maneras de describir esto que siento con otras palabras distintas a la furia, como desazón, desasosiego, melancolía. Todas se quedan cortas para nombrar la afrenta que significa para mí, hermana de un niño desaparecido, ver elevarse hasta la presidencia de mi país a un hombre del que todo apunta a suponer que tiene sangre en las manos.Quienes esperan que nos olvidemos de ese pasado que se ha hecho presente con más fuerza desde el 6 de noviembre, hacen a un lado que ese horror se prolonga en la impunidad de los perpetradores de los crímenes de Estado.

Este hombre es un símbolo de todo lo malo que sucedió en mi vida en los años más duros de la historia reciente de Guatemala, de lo que mucho se ha dicho y escrito sin que haya calado en la mentalidad de la gente. Las cifras del horror son parte sustantiva de la noticia sobre su elección, junto con el vocablo genocida. ¿Cómo entender, primero, para luego explicar que esa sociedad vota por opciones de muerte y de violencia y a esa aberración se le llama democracia?

El próximo presidente de Guatemala evoca al torturador, al perseguidor, al arrasador de aldeas, al quemador de cosechas, al que condujo a las tropas e hizo de la violación sexual y el asesinato de niños, niñas, mujeres y gente mayor, armas de combate. Representa a quienes convirtieron en enemigos a muerte a los opositores políticos, a las mujeres revolucionarias, a las obreras y los sindicalistas, al campesinado, a los pueblos indígenas, a las maestras progresistas, a los escritores, las poetas, a los soñadores y a las idealistas, a cualquiera que pensara distinto y propusiera un cambio o demandara un derecho.

El próximo presidente de Guatemala es de los mismos que no dejaron piedra sobre piedra, que arrasaron la tierra y la vida de la gente, que recorrieron la patria cual viento huracanado, usando los recursos estatales, para matar, quemar, violar, torturar, desaparecer, mutilar, atormentar, aterrorizar, silenciar, perseguir, aislar, detener, disparar, en fin, ejecutando todas las acciones de muerte y destrucción imaginables. ¿Sus víctimas? Personas indefensas en su abrumadura mayoría.

El presidente electo proviene de las filas de los que sembraron la violencia sistemática, racional y planificadamente. Aún ahora seguimos cosechando sus frutos amargos, cargados de veneno, pero tenemos el corazón endurecido y veinte muertos diarios nos parecen bastantes, pero queremos más, porque no conocemos otra cosa. Será pues, mano dura para atacar efectos y no causas, serán los kaibiles con sus caras pintadas los que se enfrentarán a los narcos y zetas, de los que se dice que son cómplices o participantes directos de sus negocios criminales. En ese mundo absurdo, de violencia y de muerte, la homeopática receta, que se nos servirá con la cuchara grande, será más de lo mismo.

¿Cuánto dolor se puede soportar? ¿Por cuánto tiempo? Lo ignoro. Pero sí sé que me queda la palabra, me quedan los principios, la dignidad, la furia y el espíritu; me quedan los abrazos y el amor por mi hermano y por mi tierra. Todo eso me lleva a rebelarme contra lo que es injusto e inhumano, me debe hacer fuerte para resistir lo que se venga y no darme por vencida ante esta nueva afrenta.

Para superar este momento pesado como piedra, para soportar el renovado dolor que esto me causa, tengo que blindarme el corazón. Es eso lo que hecho. Cerrarme. Hundirme dentro de mí misma hasta llegar al epicentro de mis hecatombes. Transformarme en un agujero negro. Silenciarme. Comerme una a una mis palabras, letra por letra, sonido por sonido. Bañarme con la luz de las estrellas. Tensar el alma, como una flecha en su arco, cerbatanera agazapada en el camino del tiempo, ese que no se mide con calendarios ni relojes, tiempo cósmico en cuyos recodos les aguarda el castigo que merecen. Debo respirar hondo, afilarme los ojos, la mirada; cerrar cada poro de mi cuerpo para que no me roce el aleteo del miedo que recorre mi espalda. Debo dejar la mente en blanco y disponer cada partícula de mi ser para fortalecerme y verlos cara a cara, para escudriñar sus gestos, sus palabras, y asomarme al averno que adivino en sus almas.

Ahora ya no sé cómo voy a morir, tampoco cuándo. Dejé de suponerlo cuando me puse a salvo con mi niño para que la bala que llevaba mi nombre no me hallara. Pero sí sé cómo voy a vivir los años largos que, quizá, aún me queden.

Voy a vivir con alegría, pese a todo. Pese al duro pasado y al presente que no me da esperanzas de justicia ni de hallar a mi hermano. En estas circunstancias, cuando ellos quisieran saberme eterna e irremediablemente triste, escojo la alegría rebelde, subversiva, la que nace de adentro. La buscaré debajo de mi piel, en mis pensamientos y en mis sueños, en la música y en la naturaleza, en la gente que me rodea. La alimentaré con el verdor del bosque y frutas frescas, la adornaré con flores. Con ella, me tejeré un vestido de luz para desafiar a la oscuridad y la desesperanza. Para hacerla más fuerte todavía, buscaré motivos para reír a carcajadas en dosis cotidianas y me prometo disfrutar intensamente de todo lo bueno y lo bello de la vida.

Voy a vivir de pie, aunque tenga que juntar todas las fuerzas para que no se me doblen las rodillas, no por el peso del poder y del pasado, que me ha caído encima, sino por el de las innúmeras tragedias –la nuestra, las de todxs- que siguen calando muy hondo en nuestras almas.

Voy a vivir mirando hacia adelante, inventando un país donde quepamos todos, con pan y dignidad para toda la gente. (Por un agujerito diminuto, llamado “esperanza”, horadado en el muro de de lo imposible por el tiempo, la paciencia y la perseverancia, veo un mundo distinto). 

Voy a vivir con fidelidad a mis principios, oponiéndome visceral y racionalmente a la injusticia, protestando con todo mi ser contra ese estado de cosas en el que seguimos permitiendo que 18 niños y niñas mueran de hambre a diario en Guatemala. Me seguiré negando a admitir las imposiciones del autoritarismo que prevalece en todos los ámbitos de la vida pública y privada. Sobre todo, me seguiré oponiendo a la impunidad y seguiré buscando a Marco Antonio y exigiendo justicia para él, contribuyendo con mi esfuerzo para que esta sea posible para las víctimas del genocidio político y étnico ocurrido en nuestro país.

Soy memoria encarnada de hechos terribles, desquiciantes. Me prometo, también, continuar recordando en voz alta eso que no es pasado, porque sigue doliendo. Viviré, pues, los largos años que espero que aún me queden, tomando la palabra e intentando inscribir en la memoria colectiva todo aquello que sus perpetradores quisieran dejar en el olvido.

Recordar –volver a pasar por el corazón- en estas circunstancias no es patológico, como perversamente quieren hacernos creer los detentadores del poder, beneficiarios del silencio. No estoy loca. Tampoco es una imposición para las víctimas que han escogido otras opciones para sobrellevar lo sucedido. Es una decisión ética y política, es mi opción personal. Es darle voz a la verdad acallada por aquellos que perversamente impusieron el silencio para mantener la impunidad de los violadores de los derechos humanos. Es romper con un consenso que fortaleció su omnipotencia y los convirtió en señores de la vida y de la muerte.

Recordar cosas tristes, ya lo dije en otro artículo, es un ejercicio difícil, doloroso, pero ineludible, porque para mí es un compromiso de lealtad a la sangre derramada. Recordar en voz alta, por medio de la palabra escrita, me permite imaginar que paso la estafeta del recuerdo a las generaciones nuevas y pujantes. La memoria encarnada se transformará en memoria histórica y en un “nunca más” irreductible, cuando se convierta en un instrumento que haga posible no solamente conocer lo sucedido, sino también entenderlo y desmontar las lógicas de muerte, de miedo y de silencio. Cuando en nuestra cultura se imponga una nueva ética en la que la vida de todas las personas sea un bien protegido y respetado y la justicia ponga en su lugar a quienes atenten contra ella.

En todo esto estoy, para esto pido fuerzas.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Recuerdos de mi hermano

Aún adolorida por el peso de los recuerdos tristes, sempiternos, de octubre, me pregunté quién era Marco Antonio y me he quedado muda. He hurgado en mi pasado buscando los hilos de su vida y debo confesar que fue muy poco lo que hallé sepultado bajo el dolor, la furia y la impotencia que sigue provocando en mí la sola invocación de su nombre.

Marco Antonio fue hijo de Emma y Carlos, el más pequeño en un hogar en el que había tres niñas de once, nueve y seis años. Mi madre era joven entonces. A sus 32 años y medio estaba dando a luz al cuarto niño, uno que llegó tarde. Su alumbramiento, que estaba previsto para los primeros días de noviembre, se retrasó y no fue sino hasta el 30 que él decidió nacer a eso del mediodía.

Era 1966. Unos meses antes, mi tío Alfredo había sido desaparecido en Zacapa, pero no fue bautizado con su nombre, sino con el del legendario jefe guerrillero Marco Antonio Yon Sosa, uno de los líderes del levantamiento militar del 13 de noviembre de 1960, a quien mi papá tanto admiraba.

Nuestra existencia transcurría en medio de las limitaciones económicas, los agobios laborales de mi madre, con su doble jornada en la escuela y en la casa, y el desempleo recurrente de mi padre rebelde, el jinete de estrellas, siempre afligido. Más allá de eso, yo ya tenía idea de la persecución y la opresión que se vivía en Guatemala al oír las conversaciones de mi padre y sus amigos y al oírlo llorar durante muchas noches por su hermano.

En ese contexto, en nuestro pequeño universo, Marco Antonio fue el centro de la afectividad familiar. Nuestros días infantiles se iluminaron con la presencia de este niño que, más que juegos, nos demandaba cuidados a las dos hermanas mayores, sobre todo a Eugenia. Celebramos sus típicas gracias de bebito y sus primeras palabras (y las segundas, y las terceras y todas) tanto como sus primeros pasos. "Nono Nina", así decía cuando le preguntaba su nombre. Tenía unos tres años cuando aprendió a manejar un triciclo con el que, retumbante, atravesaba los cuartos de nuestra vieja casa. Con improvisadas piñatas, en una familia donde el padre no celebraba ni siquiera la navidad, le festejábamos sus cumpleaños en un patio que entonces nos parecía enorme. 



Cuando cumplió cinco años, llorando porque dejaba de ser nuestro nenito, fui a dejarlo a la escuela de párvulos que quedaba a una cuadra. La abandonó a los tres días porque se aburría. Era muy lógico: jugando de escuelita, había aprendido a leer y escribir con nuestra hermana más chica. Mi madre me recuerda que usaban como pizarras todas las paredes y puertas de la casa. Entonces, todo lo que escuchaba, lo escribía en el aire muy serio y concentrado, mirando al frente, como si pudiera ver los invisibles trazos que hacía rápidamente con su mano.

Como todos los niños del mundo, usó pantalón corto, odiaba los besos, perdió los dientes, hizo tareas, jugó futbol, le encantaba el paté, anduvo en patineta, iba todos los días a la escuela con mi madre. Más grande, se iba en bicicleta a estudiar a la biblioteca de la Universidad de San Carlos y le encantaron las dos primeras películas de la guerra de las galaxias. Le gustaba leer, dibujar y oír música. Le hizo una canción a Filomena (“gorda y buena”), una pata blanca que vivía en el patio que, en cuanto pudo, huyó volando. Cuando instauramos la celebración de navidad en casa –ya más grandes las hijas- era él quien se encargaba de hacer el nacimiento. Tenía que estar listo para su cumpleaños. Con cajas de cartón, fabricaba las casitas y ranchos que ponía en el pesebre. Pintadas con colores alegres, en el vecindario vendía las que le sobraban, anunciándolas en la ventana de la sala. Con mis primeros sueldos humildes, de maestra, le compré acuarelas y crayones, además de juguetes.

Mi papá, temeroso, anticipando quizá lo que sucedió, lo sobreprotegía y lo limitaba. A escondidas de él y con la complicidad de todas nosotras, incluyendo a mi mamá, Marco Antonio se integró a un equipo de futbol. Cuando entró a la secundaria, no quiso que estudiara en la Normal sino que lo inscribió en un colegio privado cercano a la casa, lo que lo enojó mucho. No iba, se quedaba jugando en la calle, hasta que entendió que no podía hacer eso sin perjudicarse. El año que fue desaparecido por la G2 del ejército, estaba terminando el tercero básico; era el abanderado y ya había anunciado que se iba a estudiar al Técnico Vocacional. Desde muy pequeño, quería ser ingeniero para hacerle una casa a mi mamá; fue con su diseño que se le dio forma a la que hubo que construir después del terremoto de febrero de 1976.

Este muchacho tranquilo, estudioso, alegre, que me ponía apodos risueños, del que tristemente ya no recuerdo el timbre de su voz aunque sigo llena de su ausencia, este niño que nos fue arrebatado, tuvo el temple de quedarse callado frente a sus captores. Marco Antonio sabía con quien estaba Emma, que había huido el día antes del cuartel Manuel Lisandro Barillas, de Quetzaltenango. Con su silencio protegió la vida de su hermana y de quien la había resguardado.

Yo no sé qué le hicieron. Por treinta años, las imágenes más terribles de su sufrimiento me han perseguido. Tampoco sé a dónde lo llevaron ni como lo mataron. De lo que sí estoy segura plenamente es que, en esos días de octubre de 1981, el poderoso y letal ejército guatemalteco fue derrotado por la valentía de un niño, que se calló lo que los malditos querían saber, y de su hermana, que tampoco habló y, después de nueve días de indecibles sufrimientos que le fueron infligidos por matones uniformados sin piedad alguna, tuvo la fuerza colosal para salvar su vida. A ninguno de los dos lograron arrancarles una sola palabra delatora, no vencieron su determinación. Inermes e indefensos, mi hermana y mi hermano no se doblegaron ante los esbirros, los torturadores, los G2, los criminales del ejército más sanguinario de esta parte del mundo.

Un pequeño consuelo frente a una enorme tragedia, pero consuelo al fin. Recordarlo, pensar en ello ahora, me ha hecho ver nítidamente que, más que cualquier palabra, esto dice quien fue Marco Antonio y en qué clase de hombre se hubiera convertido.

Por un momento, experimenté una vaga sensación de triunfo. Eso fue anoche. Hoy ya es otro día, frío y muy nublado; una neblina espesa opaca las siluetas de los árboles y el fantasioso sentimiento de triunfo cedió el paso a un legítimo orgullo por mi hermano y mi hermana, por sus vidas y por su valentía. A Marco Antonio, por primera vez en todo este tiempo, dejé de verlo atrapado para siempre en el momento terrorífico de su captura.

Nuevamente es de noche. Llueve desde hace horas y hace frío. Tras las pesadas nubes se oculta una brillante luna llena, perfecta. Del mismo modo, mi hermano permanece en mi espíritu; así como a la luna, también a él lo adivino, sonriente, hermoso, vivo, bajo los difíciles sentimientos que me provocó su desaparición. Pese a su ausencia, de la que seguiré llena, hoy, desde mi corazón, Marco Antonio sonríe.

AUSENCIA
(Un poema de Jorge Luis Borges que describe mucho de lo que siento)

Habré de levantar la vasta vida
Que aún ahora es tu espejo:
Cada mañana habré de reconstruirla.

Desde que te alejaste,
Cuántos lugares se han tornado vanos
y sin sentido, iguales
a luces en el día.

Tardes que fueron nichos de tu imagen,
Músicas en que siempre me aguardabas,
Palabras de aquel tiempo,
Yo tendré que quebrarlas con mis manos.

¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?

Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta,
el mar al que se hunde.

Tomado de Fervore de Buenos Aires
Adelphi Edizione, Milán, 2010.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

1º. de noviembre

Fue arrojado a una fosa común encima de los últimos cuerpos enterrados.
Y pensarlo es tan terrible, tan atroz, que no se puede soportar, y antes de haberlo experimentado,
no se puede saber hasta qué extremo. No se trata de la mezcla de cuerpos, en absoluto; 
es la desaparición de ese cuerpo en la masa de otros cuerpos.
Es el cuerpo, su cuerpo, el suyo, arrojado a la fosa de los muertos, sin su nombre,
sin una palabra. Excepto la de la oración de todos los muertos.
Marguerite Duras, en Escribir 

El 1o. de noviembre, Día de Todos los Santos, es un día de fiesta en Guatemala. Suena extraño, pero se festeja a los muertos. Es una hermosa tradición. Los cementerios se convierten en floridos jardines, las bóvedas son pintadas con colores alegres y brillantes y se come y se bebe al pie de las tumbas, con el difunto o la difunta a quien se le pone al día sobre lo acontecido durante el año. Con espíritu festivo, muchas familias, sobre todo indígenas, esperan al lado del sepulcro la visita de su familiar o familiares, a quienes les llevan no solo los últimos chismes y noticias, sino también los platos propios de las fechas: el colorido fiambre; los jocotes, el ayote o los garbanzos en dulce; las torrejas y el infaltable guaro. Infaltables, también, los barriletes gigantes de Santiago Sacatépequez que se elevan al cielo, plegarias coloridas con mensajes a eso que llaman más allá.


Pero, para las familias de las personas desaparecidas, esta fiesta de la que indudablemente compartimos, es distinta. Nuestros amados muertos y muertas sin tumba, viven en nuestro espíritu clamando por justicia. Esa justicia que eluden cobardemente los criminales de uniforme, los altos mandos, de cuyos labios brotaron las órdenes de muerte que hicieron carrera –muy valientes- capturando ilegalmente, torturando, asesinando y desapareciendo a decenas de miles de personas indefensas (indígenas, opositores/as políticos/as), y sus esbirros, que en hordas recorrieron la patria arrasando la vida. Por ellos -los mejías víctores, los lópez fuentes y todos los demás perpetradores y sus cómplices- echo a volar al cielo mi barrilete de preguntas, tan colorido como los de Santiago:

¿Cómo pueden vivir consigo mismos?
¿Respirar su mismo aire y usar su propia piel,
sus manos genocidas que firmaron las órdenes de muerte?
¿Cómo pudieron acostarse en sus camas
y dormirse en su propia compañía
después de las sesiones de tortura?
¿Tienen hijas o hijos, quizá nietos?
¿Pueden besarlos con esos mismos labios que profirieron muerte?
¿Los acarician con sus manos de las que aún lavadas
no se borran las huellas ni la sangre de aquellxs que estrangularon,
golpearon,
quebraron con paciencia
(“tenemos todo el tiempo del mundo”, solían decir, mientras morosamente rompían hueso a hueso)
¿Que hacen con esas manos que sacaron ojos, uñas y dientes
y cortaron alientos?
¿Cómo pueden vivir
después de haber matado tanto?
¿Sienten remordimientos, culpas?
¿Qué ven cuándo cierran sus ojos?
¿Qué sueñan cuando duermen?
¿Tienen pena o vergüenza?
¿Acaso sienten?
¿Acaso son humanos?

Inútiles preguntas a las que me contesto lo que siempre he sabido: sí son seres humanos aunque cueste decirlo. Personas como yo, que se sumaron a un proyecto de muerte en nombre de la codicia.

Es 1º. de noviembre y mi país es un enorme cementerio donde reposan –en el aire, en el agua, en la ceniza y el rocío, en el brote más pequeño de hierba- los restos de nuestros desaparecidos y desaparecidas, que están en cualquier parte y en ninguna. De algo sí estoy segura, están anclados firmemente en nuestra memoria, en nuestras vidas, y por ellos seguiremos exigiendo verdad y justicia.