domingo, 8 de julio de 2012

Tlatelolco 1984


¿De qué me sirve un nombre cuando nadie lo sabe y a nadie le importa? ¿De qué me sirve ser yo si nadie me conoce? Voy caminando por una calle inmensa de una ciudad enorme, marcando el paso junto a miles de personas con unas sandalias plásticas que fueron las únicas –por baratas- que pude comprarme. Si no me sirve el nombre, tampoco me sirve tener cara ni cuerpo, aunque estén siempre allí, estorbándome, por lo tanto, no me van a dar nunca en la vida ese empleo por el que le rogué a un hombre al que jamás le vi el rostro simple y sencillamente porque él ni siquiera me miró cuando no pude darle “los papeles”. Tampoco me escuchó, ni me miró, ni vio al niño que llevaba en los brazos el otro que me dijo “su identificación”, irguiéndose en su uniforme en el que ostentaba un gafete donde claramente leí “policía de migración”. 

Invisibilizadxs, sin rostro ni cuerpo, ni empleo, ni casa, ni nada, formamos parte de los seres sin nombres, inexistentes en los censos nacionales y en las estadísticas, sin presencia en registros de nacimiento, de estudio, los que sean. Nos robábamos el aire que debía ir a otros pulmones, un poco de sol y de calor que tomábamos al salir de las madrigueras donde nos apiñábamos con otros y otras en nuestra condición –exiliadxs, desarraigadxs, expatriadxs, parias- como la vecindad de la calle de Santa Ana, en la colonia Martín Carrera, cercana a la Villa de Guadalupe.

Para alguien sí existíamos, el coronel José Antonio Zorrilla Pérez*, un asesino posteriormente condenado por la justicia mexicana por la ejecución del periodista Manuel Buendía el 30 de mayo de 1984, el año que llegamos a México tras la huída de Guatemala, donde nos estaban matando vertiginosamente. Zorrilla, un torturador, era el jefe de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y un mal día nos tuvo en sus manos.

El 3 de julio de 1984, un lunes, a pocos meses de haber arribado a esa ciudad gigantesca y habernos perdido con mi hijo en su maraña de calles y avenidas, vías del metro, peseros, pasos a desnivel, edificios, barriadas, entre sus millones de peatones, cuatro agentes de la DFS llegaron de mañana, armados y estridentes, y ocuparon el pequeño departamento de Tlatelolco donde gente solidaria nos había dado alojamiento mientras nos establecíamos en México. Éramos agujas en un pajar y nos hallaron. Nos sucedió lo que no nos había pasado en Guatemala con los judiciales y G2 más malditos, más asesinos y peor vestidos del mundo, con los que había jugado al gato y al ratón durante algunos años: nos agarraron.

Tres días antes, se había anunciado la catástrofe con la visita de dos policías disfrazados de empleados de la empresa telefónica. A eso de las nueve de la mañana, con el bolso y mi hijo listos, a punto de salir, alguien golpeó a la puerta. Al asomarme a la mirilla, se vislumbraban, abombadas, las figuras de dos tipos muy grandes que instintivamente catalogué como militares o policías y, por supuesto, no quería abrirles. No aceptaron mi negativa y con desconfianza los dejé pasar. El que llevaba la voz cantante -un hombre delgado, alto, de tez, ojos y cabellos claros- me interrogó mientras husmeaba dizque buscando otra extensión telefónica aunque yo le había dicho que no había. A todas sus preguntas respondí con mentiras, en un inútil juego de engaños; ambos sabíamos quiénes éramos. El otro -moreno, corpulento, callado- con un limpio movimiento de manos intervino el teléfono. Se fueron, pero me dejaron con la desagradable sensación de que algo iba a pasarnos. Me llevé a mi hijo. Más tarde, sola, haciéndole caso a la corazonada, limpié el departamento llevándome una pesada maleta cargada de libros y papeles. Esa noche, en la casa que mi hermana compartía con otros compañeros –a donde también habían llegado dos tipos iguales, haciendo las mismas preguntas y maniobras- sumergida en el sueño me vi caminando en una calle oscura dejando tras de mí una estela de sangre. Pese al presentimiento, volvimos al departamento; no solo no teníamos otro lugar a donde ir; el domingo se esperaba el arribo de un grupo de gente que, como yo, huía de Guatemala.

La mañana del 3 de julio, salí a hacer una llamada. Cuando volví al departamento, ya era un calabozo. Toqué la puerta; al abrirse me encontré frente a un desconocido con una pistola en su mano derecha que apuntó al suelo cuando vio que no era Rambo quien llamaba, sino una mujer que con una mano tomaba la de su hijo y en la otra llevaba una bolsa de pan. Confundida, sentí su furia y su mirada prepotente me hizo saber que mi voluntad ya no era mía. Al lado y detrás de mí, tres puertas más, cerradas, ciegas a lo que sucedía, nadie vio nada. Entramos a lo desconocido. Por la ventana del departamento del cuarto piso asomaba un sol que apenas entibiaba el aire.

En esa atmósfera pesada, saturada por nuestro desaliento y el alarde abusivo de poder de los enviados del coronel Zorrilla, te vi a los ojos. Colérico, vencido, inerme, habían colocado tus despojos –eso fuiste en ese momento- en uno de los sillones de la pequeña sala. Ya no dijiste nada. No pudiste. Por un momento –y fueron muchos de esos a lo largo de nuestras vidas- alguien ajeno, hostil, con fuerza desmedida, se adueñó de nosotros cargado de preguntas.

Además del que me abrió la puerta, entre los captores estaban el rubio y dos más que se llevaron a la Colocha y otros dos compañeros “con rumbo desconocido”, como suele leerse en las noticias de sucesos. En mi cartera encontraron la carta en la que el ACNUR me acreditaba como refugiada y por eso y por mi hijo, quizá, me mantuvieron prisionera en ese sitio. ¿Tenía miedo? No sé. Talvez era un miedo contenido, ignorante de lo que iban a hacerle a quienes se habían llevado. No me sentía en peligro de ninguna manera, borré de mi cabeza la palabra; todavía estaba encandilada con la histórica tradición de asilo del México que acoge al perseguido; pero, muy cerca de allí, la Plaza de las Tres Culturas me advertía de lo que son capaces los hombres perversos con armas en sus manos.

Durante los nueve días que duró la detención ilegal de la que fui objeto junto con mi niño, de un año y tres meses de edad, estuvimos bajo el mismo techo del departamento calabozo con tres militares. Un gigante tarahumara –según los otros dos-, un hombre obeso que decía que era economista y otro más joven; por las noches, llegaba uno más “a cuidarnos”. Ellos nos iban a “defender” cuando los compas guatemaltecos llegaran a “rescatarnos”; si eso sucedía, debíamos resguardarnos en la cocina, “para alejarnos de la línea de fuego”. Si todo salía bien, decían, de allí nos iban a llevar “directo al aeropuerto”. Mi fantasía de libertad era un avión enorme que nos llevaba a alguna parte donde podríamos ser nosotros sin riesgos ni peligros.

Durante ese tiempo casi no dormí. Me acostaba vestida con mi niño al lado, como si fuera un escudo. El “gueycito”, como lo apodaron los guaruras, había empezado a caminar apenas hacía dos meses y aún no sabía hablar. Las puertas del dormitorio y el baño debían permanecer abiertas, no teníamos ninguna privacidad. Desde la cama, a pocos metros, los oía parlotear toda la noche, discutir entre sí, sobre todo con el enorme tarahumara al que le gustaba brincotear, tirar patadas y apuntarles con su arma. “Está loco” decían los otros, impasibles. Corpulentos, atiborraban la sala comedor del diminuto departamento. Llenaban la mesa de comida y nos invitaban a compartirla con ellos. Sin forma de evitarlo, me sentaba, tragaba más que comía, silenciosa. Oyéndolos hablar, imprudentes, supe sus nombres y detalles de sus vidas y, al ser liberada, se los di a la revista Proceso que publicó un reportaje sobre lo sucedido. A diferencia de ellos, los captores de mi hermana y su bebita se hacían nombrar con colores.

Sin poder salir, me asomaba a la ventana del dormitorio, del ancho de la pared, por donde entraban la silueta de los edificios cercanos, con sus ventanas cerradas a lo que nos estaba sucediendo, la luz del día o la del alumbrado nocturno, esperando ver a alguien conocido muy abajo para hacerle una seña, llamarle a gritos o tirarle un papel avisando “aquí estamos”, “nos tienen prisioneros”. Náufraga en la balsa departamento, queriendo lanzar un SOS al océano de aire que rodeaba el edificio, veía pasar las horas, los días y las nubes, el trajín de la gente, sus figuras curiosas miradas desde arriba.

Otro mal día, ¿el cuarto? ¿El quinto? No recuerdo cuál, llegaron con una de las compañeras detenidas para que cuidara a mi hijo mientras me llevaban a interrogatorio. Sin saber a dónde iba ni cuánto tiempo me iban a retener, tras mascullar unas breves instrucciones a la Colocha sobre los cuidados del niño, sin temor (¿estaba muerta?), me dejé llevar por ellos hasta el estacionamiento. En ese momento era incapaz de huir ni de hacer algo que pusiera en peligro a mi hijo, que había quedado en manos de los otros. Atrapada por la resaca, una ola gigante me arrastraba hasta el fondo.

Me introdujeron al asiento trasero de un auto sin identificación, largo, de amplios asientos, con un guarura a cada lado y mi suéter cubriéndome la cara. Desobediente, no cerré los ojos. Por la trama del tejido pude percatarme de que íbamos hacia el norte, por Reforma. En algún lugar, dieron la vuelta y tomamos hacia el sur, pasamos por el Monumento a la Revolución, cercano a Gobernación y la embajada guatemalteca, y entramos a un edificio. La embajada era un lugar siniestro, aterrador, como todo lo que me trasladara a la posibilidad del regreso a Guatemala. Por un instante sentí miedo. ¿Iban a entregarme? Hice clic en el botón de cancelar los pensamientos y las sensaciones y continué inmóvil e insensible registrando todo lo que sucedía.

Me bajaron del auto. Me llevaron con el suéter cubriendo mi cabeza –que en algún momento fue sustituido por una venda en los ojos- por un corredor estrecho en el que oía voces, timbres de teléfonos, el tecleo de máquinas de escribir. No lo vi, pero imaginé un edificio viejo, de esos del centro de la ciudad de México, con un largo pasillo bordeado de oficinas. Adentro, una multitud de mujeres morenas con los pelos teñidos de rubios estrambóticos, cobrizos y castaños incongruentes, uñas largas pintadas y pulidas, las faldas cortas y muy apretadas dibujando sus traseros y altos zapatos de tacón, como las que veía en el metro. Los hombres, muy parecidos a los judiciales de Guatemala, encorbatados, con trajes mal tallados, iban y venían apresurados.

Al final del pasillo, estaba la oficina del torturador y corrupto coronel Zorrilla Pérez. Al escuchar su orden de sentarme, obedecí mecánicamente; cuando me habló supe que estaba a mi izquierda. Con voz melosa y mal disimulada furia, me interrogó sobre el pasado, el presente y el futuro. “Quiero saberlo todo”. Su mano apretaba mi antebrazo izquierdo cada vez que le decía “no sé”, “no lo conozco”. Me ordenó que levantara la venda unos milímetros mientras me mostraba las fotos de frente y de perfil de los compañeros y compañeras detenidos en el mismo operativo. “No los conozco” decía, estremecida, dándome cuenta, quizá por primera vez desde la mañana del 3 de julio cuando irrumpieron en mi vida, de que era lo que nos estaba sucediendo. Nada pude decirle, nada quise decirle, aunque después fuera acusada injustamente de todo lo contrario.

“Quítese la venda y no voltee hacia mí”. Rebelde, nunca me gustaron las órdenes y menos si eran proferidas por un coronel, volví el rostro hacia el lugar de donde venía la voz y lo miré a la cara. Me apretó muy duro el brazo. Ese fue el mayor dolor físico que me infligió el asesino. Sus rasgos se quedaron grabados en mis retinas que se alegraron cuando, en noviembre de ese mismo año, la vi de nuevo ilustrando las noticias en las que se informaba que había evadido su captura huyendo a España. Estaba acusado de vínculos con el narcotráfico, asesinatos y otros graves delitos.

En un momento de esos en los que confundimos el día, la hora, el lugar, los nombres, los sucesos, al obedecer la voz del coronel, “vuelva la cabeza”, te vi. Silenciosos los dos, yo en el sillón, al lado de Zorrilla, el jefe de la seguridad del Estado, vos de pie en el centro de esa habitación con altos ventanales y pisos alfombrados. Estabas con los ojos vendados, frente a mí que no podía decir nada, sentir nada, ni miedo, ni dolor ni angustia, esos que siento ahora al recordarte con tu camisa a cuadros, las manos engrilletadas hacia adelante, ciego y mudo. Si hubiera podido verte como te veo ahora en mi recuerdo, con terror, talvez hubiese gritado, a lo mejor me hubiera levantado del sillón en el que estaba sentada al lado tu de torturador, tu verdugo, el criminal que me apretaba el brazo y me hablaba con voz lenta, pausada, tratándome como a una estúpida. A lo mejor me le hubiera ido encima y lo hubiese golpeado. O hubiese caminado los tres o cuatro pasos que te separaban de mí, qué importa cuántos, para abrazarte y quitarte la venda, la mordaza, los grilletes, y salir de allí libres, caminando, para sacar a Julio del departamento cárcel de Tlatelolco y llevárnoslo lejos, a la tibieza de algún lugar seguro que no existía para nosotros bajo el cielo de México, oscurecido por la porquería que flotaba en el aire.

No dije nada, nada hice tampoco. Te contemplé atónita. Quizá me dije “está bien”. En ese momento no supe de tus costillas rotas, del golpe en la nariz que te torció el tabique, de las patadas en la rodilla y en la espalda. Tampoco supe del calabozo oscuro en el que te encerraron durante más de dos semanas obligándote a comer bazofia, porque estabas dispuesto a morirte desafiante, furioso, antes que permanecer prisionero, o que tu voz, que había alumbrado consignas y formado palabras amorosas, liberadoras, rebeldes, le trajera la cárcel, la tortura y la muerte a otros compañeros y compañeras.

Ese mismo día me regresaron al departamento y se llevaron a la compañera. El coronel me ordenó que escribiera un informe de mis actividades políticas y lo hice, no tenía opción, mezclando hechos reales con otros inventados. Supongo que entre los millares de folios desclasificados de las relaciones entre los ejércitos guatemalteco y mexicano, están esos papeles junto con las fotos que le tomaron a mi hijo.

Mientras tanto, el abogado Ernesto Capuano había presentado varios hábeas corpus sin resultados positivos. El ACNUR extendió la protección a las personas detenidas. Se iniciaron las denuncias y se tocaron puertas de personalidades influyentes. Nada dio resultado. No fue sino hasta que los diputados del Partido Socialista Unificado de México hablaron en el Senado, durante la visita del canciller alemán Helmut Kohl, sobre la detención ilegal y desaparición forzada de alrededor de 35 guatemaltecos y guatemaltecas, niños y niñas incluidos, que las cosas cambiaron. Fui liberada al día siguiente, al igual que mi hermana y su hija de la misma edad que el mío.

Cuando los policías me dejaron sola sin darme ninguna explicación, me percaté de que habían saqueado el departamento. Se habían robado hasta los zapatos, amén de que cargaron con todos los pequeños aparatos de uso cotidiano (el televisor, la plancha, la licuadora…). Tenía mucho miedo de irme, me habían advertido tantas veces que mis compañeros iban a llegar a rescatarnos, que supuse que si intentaba salir me iban a aplicar la “ley fuga”. Durante muchas horas esperé que volvieran o que llamaran por teléfono. Se adueñó de mí una especie de síndrome de Estocolmo, me sentía insegura sin los captores a mi lado.

Pasado el mediodía, alisté una bolsa con lo indispensable (pañales, leche, biberones, un cepillo de dientes) y empecé a ensayar la salida. Subí y bajé las escaleras varias veces, no me atrevía a usar el ascensor. Cuando al fin salí del edificio, había mucha gente en lo que parecía ser un punto de encuentro. Me mezclé con ella mientras escudriñaba los rostros de cada hombre en el lugar, tratando de adivinar si era el guarura que llegaba a matarnos. Con los ojos, busqué su vehículo en el estacionamiento. No estaba. Después de unos minutos angustiosos, en los que llegué a la conclusión de que ninguno de los que estaba allí era un asesino potencial, me puse a dar vueltas alrededor del edificio sin dejar de voltear hacia atrás, esperando aún verlos aparecer por algún lado. Cuando me percaté de que realmente estaba sola, de que verdaderamente me habían liberado, fui tomando valor y empecé a deslizarme entre los edificios, los carros, los jardines, los tarros de basura, la gente que pasaba sin verme, sin saber quién era yo ni qué hacía allí., que no adivinaba en mi gesto la angustia de otra huida.

Sin pensarlo dos veces, tratando de no sentir, vencí el temor de que nos alcanzaran con sus balas, con sus manos torturadoras y asesinas, y me fui alejando despacio, luego más y más rápido, hasta que corrí con todas mis fuerzas, acezante, llevando a mi hijo en brazos hacia ninguna parte, lejos de ellos, lo más que pudiera, confundiéndome con la multitud, con las piedras, las paredes, deseando ser invisibles para que no nos hallaran nuevamente. Otra vez, la aguja en el pajar. Llegamos a una calle muy transitada, la crucé, paré un taxi y, sin saber a dónde ir, nos dirigimos a las oficinas del ACNUR.

Los detenidos y detenidas por la DFS, con excepción de las mujeres con hijxs, como yo, fueron trasladados a una cárcel migratoria, Las Agujas, en Tulyehualco, en el sur del DF, donde permanecieron hasta el 1º. de septiembre, fecha en la que fueron expulsadxs del país, mientras el presidente Miguel de la Madrid rendía su informe en el Senado.

* En febrero de 2009, Zorrilla Pérez fue liberado quince años antes de cumplir su condena por el asesinato de M. Buendía. La decisión fue revocada en junio de ese mismo año porque incumplió con la entrega de una oferta laboral y un aval moral para permanecer fuera de prisión.

José Antonio Zorrilla, artículo de Miguel Angel Granados Chapa

2 comentarios:

  1. Lucky de mi alma, me seguís doliendo con este relato desgarrador. La colita la viví yo cuando llevaba al Emil en mi vientre, y la Ximena sufría de varicela, con el terror que llegaran los judiciales y la migra a nuestro departamento en plateros, dónde dormíamos en el suelo y sin un maldito centavo en la bolsa. Salimos corriendo, afortunadamente Virgilio y la Dorita nos dieron refugio en su depa y así la angustia disminuyó, tiempo después nos enteramos de la pesadilla que les toco vivir a usted y otros compañeros. Todo sigue ahí vivo en la memoria.

    ResponderEliminar
  2. Cada una y cada uno tenemos una parte de esta historia dolorosa de persecución e intolerancia mortales, querida Marylena. Al hacer el balance, tuvimos suerte de salir con vida de las manos de esos criminales, tan criminales como los otros conocidos. Gracias por tu comentario y tu recuerdo. Abrazos.

    ResponderEliminar