martes, 26 de marzo de 2013

Vivir duele


No acierto a poner en palabras estos sentimientos. Quizá me aliviaría. Con el ceño fruncido y el alma cargada me afano en encontrar alguna forma de que mi cuerpo se destuerza. Quisiera poner la mente en blanco y apagar las llamaradas que me queman desde la hondura de mi pecho para aplacar la tristeza que brota de otra herida muy nueva. Sé que vivir duele, pero eso en este momento no es consuelo.

Talvez me logre refugiar en el sueño, ese delicioso estado de inconsciencia en el que escapo a esos otros mundos que crea mi mente desbocada. O me convierta en el collar de la reina que se enreda sobre la pared gris. Escondida en la hortensia, que estalla en índigos y celestes, borro por un instante la imagen de una madre triste que no puede llorar por el bebé que acuna entre sus manos.

Intento nuevamente destorcerme. Desde el entrecejo, con los ojos cerrados, sigo la letanía monótona del maestro de yoga y visualizo las plantas de los pies, los empeines, los tobillos, los dedos, pero son otros pies diminutos, perfectos, los que ocupan el lugar de los míos. Mis piernas tampoco son las mías, las que veo están dobladas sobre el pequeño vientre del bebito. Sus manos pequeñitas tienen todos los dedos; su cabecita es perfecta, con el cabello negro untado sobre el cráneo. Sus ojitos cerrados no se van a abrir nunca.

Floto. El agua sostiene mi cuerpo que disfruta fugazmente de esa sensación que se acerca a la ingravidez. El Corazón del Cielo brilla intensamente sobre el mundo. Pero tanta belleza y tanta vida no pueden devolvérnoslo y hoy no fue mi cuerpo sino el suyo, pequeño e indefenso, el que sumergí en el agua del océano en un afán inútil porque su corazón latiera y poder regresarlo al vientre de su joven madre, su capullo.

Y pienso nuevamente, con rabia y desaliento, “vivir duele” porque vemos morir a los que amamos.

jueves, 21 de marzo de 2013

Vigilia


Un pájaro trina en la madrugada. Como tantas otras veces en las que no logro conciliar el sueño, me asomo a la ventana de mi cuarto. Hace frío. Un relente helado se cuela por la rendija y me hace estremecerme. Es una noche hermosa y clara, quizá alumbre un trocito de luna. El horizonte se corta con la línea oscura de las montañas al suroeste de la ciudad y las luces del alumbrado, allá lejos, forman figuras caprichosas. Más cerca, un hermoso eucalipto de tupido follaje plateado, se ilumina con la luz naranja del alumbrado público. El cielo, que siempre lo llena todo, mis días, mis noches y mis sueños, es de un celeste desvaído cruzado por nubes blancas, enormes como barcos perdidos, amontonadas por el viento. Algodonosas nubes que imagino mullidas como almohadas en las que quisiera recostar mi cabeza y dormirme por fin.

Desolada, cansada, no lo logro. Repaso: no tomé café, no estuve tarde en la computadora, seguí cada paso de la rutina nocturna, me tomé las veinte gotas de pasiflora y luego veinte más, mis pies están tibios… pero no dejo de dar vueltas en la cama con todos mis sentidos alertas, como si de mí dependiera que el sol salga mañana.

Todo está bien. Estoy entera pese al corazón roto, pese a estar lejos de otros horizontes tan amados en los que se perfilan los volcanes, pese a que me falta mi hermano cada segundo de mi vida. Pero no duermo en este instante en el que, si me quedo con lo que soy y lo que tengo ahora (mis hijos, mis dos ojos, mi familia que sobrevivió), podría ser la persona más feliz de la tierra y del universo circundante y dormir, como mi gato viejo, o una niña de pecho con el corazón y el cerebro casi en blanco.

Mientras las lágrimas corren por mi rostro, en un intento vano por aflojarme los nudos, me dejo llevar por un llanto callado y suave, sin gemidos ni sobresaltos, resignado, y me digo a mí misma que no puedo continuar posponiendo el sueño hasta encontrar a Marco Antonio. Tampoco puedo hacerlo depender de que se haga justicia en su caso y en tantos más. Tengo que desatarme.

Sin quererlo, porque una cosa lleva a la otra, mis pensamientos toman vida propia y se encadenan, buscan recuerdos e imágenes, retazos de todo lo vivido, y empiezan a desfilar velozmente frente a mis ojos que siguen abiertos. El pájaro cantor ya tiene compañeros, son las cuatro de la mañana. Estoy exhausta, adolorida, con frío en el alma y en el cuerpo. Casi amanece.

No sé qué voy a hacer. Tiene que haber algún remedio. Pienso en el 19 de marzo. Al genocida no le dieron la amnistía que ansiaba para irse de este mundo sin encarar sus culpas. Él es uno de los que sembraron este pequeño infierno en mí, este que visito cada vez que el sueño no me cierra los ojos. Espero que también esté despierto recordando una a una las veces que mató y las veces que ordenó que mataran. Espero que sus ojos no se cierren jamás, ni siquiera cuando ya se haya muerto, para que sumergido en el río de sangre en el que estará toda la eternidad vea los rostros de sus víctimas y nuestros dedos señalándolo.