domingo, 6 de abril de 2014

El duelo dificultoso, inacabado, permanente (2)



Hermano

Reducido a sombras,
a gemidos,
a dolor lacerante
en la piel, en los huesos, en el alma.
Sencillamente nada,
sencillamente nadie.
Sin nombre,
sin muerte por causas conocidas.
Fantasma
que gravita en mi esfera.
Amor en dolor transfigurado.

 
Las personas que tenemos familiares desaparecidos/as no vivimos su pérdida como lo hacemos cuando alguien muere por causas naturales o accidentales. Cuando murió mi papá, en 1994, pude comparar la experiencia con lo que sigo viviendo por mi hermano. Fue muy duro, pero me pude despedir de él en paz, aunque con tristeza, y, paulatinamente, renunciar a su presencia en este mundo y dejarle partir. 

En los casos de pérdidas por desaparición forzada, al carecer de la prueba de realidad -el cuerpo sin vida- el proceso de duelo como reacción normal es sustituido por la melancolía, que "...se caracteriza psíquicamente por un estado de ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas las funciones y la disminución del amor propio. Esta última se traduce en reproches y acusaciones, de que el paciente se hace objeto a sí mismo, y puede llegar incluso a una delirante espera de castigo." (Freud, S. Duelo y melancolía, citado por Elena Nicoletti, en Algunas reflexiones sobre el trabajo clínico con familiares de desaparecidos, en Efectos psicológicos de la desaparición política, p. 61).

En lo que sigue, sin ser especialista en la materia, quisiera desmenuzar este concepto y asociarlo con mis propias experiencias personales, en un esfuerzo por tratar de entender y explicar lo que vivimos las y los familiares de las personas desaparecidas.

Un estado de ánimo profundamente doloroso

En los escritos de mi blog he dado cuenta reiteradas veces de este estado de ánimo profundamente doloroso que identificó el creador del psicoanálisis, una vivencia común a todas los seres humanos ante las pérdidas. En mi caso, lo que se dio fue un duelo alterado que continúa abierto dada la falta de evidencia material de la muerte de mi hermano. Durante muchos años, mantuve su existencia en mí y esa ilusión, confrontada permanentemente con la realidad de su ausencia, ahondó mi sufrimiento. 

Ese dolor profundo fue lo que experimentó mi padre, el jinete de estrellas, y lo que lo llevó a la tumba físicamente, de modo prematuro (pocos meses antes de cumplir 67 años), porque espiritualmente murió cuando los malditos se llevaron a mi hermano, el 6 de octubre de 1981. Desde ese momento, mi padre ya no contó los días de su vida, su tiempo se convirtió de manera absoluta y permanente en la ausencia de Marco Antonio.

Una cesación del interés por el mundo exterior

Lo que en un duelo “normal”, asociado con una muerte natural o accidental, suele ser una condición temporal, en una persona como yo, con una pérdida por desaparición forzada, la cesación del interés por el mundo exterior podría extenderse a lo largo de la vida.

No soy especialista en el estudio de las emociones y los sentimientos, los experimento y de lo que puedo hablar es de la vivencia que yo denomino “la etapa en la que pasé mirándome el ombligo”, creyendo que mi dolor era único, que era el más profundo que hubiera sufrido alguien sobre la tierra. Y aunque no me “desconecté” por completo porque mi familia, sobre todo mis hijos, fue mi antena a la tierra, a veces era incapaz de ver más allá de mí misma. No era egoísmo, sobrellevar sentimientos tan difíciles demandaba todas mis energías vitales y emocionales.

Para mi padre –hablo de él, porque es lo más cercano que tengo como ejemplo- el mundo se redujo a sí mismo y su pérdida; a diferencia de mi mamá, parecía que se había olvidado de sus otras hijas y su alegría, que ya era escasa, se extinguió. Al estar cerca de él, aunque no habláramos de Marco Antonio, algo que casi nunca hacíamos porque nos resultaba espantosamente difícil, caía en un abismo insondable, me atrapaba en su órbita, me engullía como un agujero negro del que no puede escapar nada, ni la luz.

La pérdida de la capacidad de amar

No me cabe duda alguna de que pasé por una etapa en la que debí endurecerme, insensibilizarme, sepultando en mi propio corazón –que siento a veces como una tumba vacía- mi capacidad de sentir. No fue un proceso voluntario, las pérdidas violentas de queridos compañeros y compañeras –que empezaron como lluvia pasajera y arreciaron hasta convertirse en un torrente hacia 1980- me encallecieron el alma. Después de la desaparición forzada de Marco Antonio si quería seguir existiendo –más que viviendo- tenía que dejar de sentir tan intensamente el dolor.

Aprendí a espantar el sufrimiento –esos momentos en los que quería morirme- como quien se quita una mosca de encima. Pero pagué un precio muy alto: el dolor se transformó en incapacidad, quizá no de amar porque logré establecer vínculos que duran hasta hoy, sino de sentir el amor. Me buscaba el corazón dentro del pecho y lo que hallaba era una piedra inútil, sin vida, sin latidos. De mi vida se fue la alegría y los breves instantes de felicidad que los seres humanos experimentamos algunas veces, pasaban de largo. Ahora que escribo esto y veo para atrás, entiendo que quizá lo que me dominó fue el miedo a sentir amor por alguien y exponerme a sufrir por su pérdida.

El dolor, padecido en silencio y soledad, sepultó los sentimientos de amor y de ternura que tuve hacia mi hermano. En los últimos años me he dedicado a buscarlos para volver a sentirlos y, de esta forma, darle un sentido vital y positivo a su memoria y a la lucha por la justicia. Sin embargo, es amor y es dolor, es amor en dolor transfigurado.

Sin embargo, he allí la paradoja, aunque involuntariamente me cerrara a sentir el amor, mi vida continuó por ese cauce y pude construir mi propia familia, remendar mi existencia y recuperar la cordura, encontrarme de nuevo en ese mar profundo en el que estaba sumergida. Pero el vacío dejado por la desaparición de Marco Antonio permanece y el dolor está intacto.

La inhibición de todas las funciones

Aunque no soy especialista, estoy tratando de aplicar los componentes del concepto freudiano del duelo a mis propias vivencias. Esto lo interpreto como la fuga permanente de energía emocional y física que requiere lidiar con los dificultosos sentimientos y procesos provocados por la desaparición forzada de Marco Antonio, energía que muchas veces me falta para hacer las cosas más simples y aún para el disfrute. 

Sin embargo, no me paralicé. La vida fluyó dificultosamente pese a los duros sentimientos y experiencias. Mi familia fue un principio de realidad que me obligó a continuar funcionando y no caer en la tentación de tenderme en la cama a ver el techo. Otro factor muy poderoso es el ejemplo vital de mi madre y mis hermanas, que no se quiebran ni se doblan. Pero obligarme es la palabra clave. Hasta hoy, salir de vez en cuando de la rutina y de lo ineludible, requiere de toda mi voluntad para romper con el inmovilismo al que suelo tender.

El último componente, relacionado con la culpa, será motivo del siguiente artículo.

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