sábado, 28 de junio de 2014

Reseña del libro “Guatemala: del genocidio al feminicidio"


El 25 de junio, Día del Maestro y la Maestra en Guatemala, el Colectivo Dignidad, Memoria y Paz y el Doctorado Interdisciplinario en Letras y Artes de América Central (DILAAC) de la Universidad Nacional de Costa Rica presentaron el libro “Guatemala: del genocidio al feminicidio" de Victoria Sanford, publicado por F&G. Esta fue la reseña que preparé para la actividad con la que se inició la conmemoración del 70 aniversario de la Revolución de Octubre y de la muerte de la maestra María Chinchilla.

María Chinchilla Recinos
La autora del libro que me corresponde reseñar es Victoria Sanford, profesora de antropología de la Universidad de la Ciudad de Nueva York, en Estados Unidos. Su trayectoria académica y su interés por los derechos humanos la llevaron a vivir en Guatemala donde conoció de primera mano la situación que describe en su breve monografía titulada “Guatemala: del genocidio al feminicidio”.

http://www.fygeditores.com/FGPI9789992261880.htm
 
En su análisis parte del conflicto armado que sufrió el país entre 1960 y 1996, en el que el ejército, la policía y los escuadrones de la muerte –estructuras clandestinas que funcionaban en el seno de las fuerzas de seguridad- perpetraron un genocidio político y étnico. Luego, se refiere a la violencia postconflicto y explica las prácticas de limpieza social y su diferencia con la violencia de las maras o pandillas juveniles. Al hacer referencia al asesinato de la joven Claudina Isabel Velásquez Paiz y la investigación emprendida por los entes encargados, nos proporciona un claro ejemplo de la forma en la que el Estado incumple con su obligación de garantizar la protección de los derechos a la vida, la igual protección ante la ley y el acceso a la justicia.

Victoria Sanford se refiere en general a la problemática de los homicidios en la primera década de este siglo, cuya tasa en 2008 era de 42 por cada 100 000 habitantes. Al respecto, destaca que entre 2000 y 2005 se registraron casi 21 000 homicidios y que, de seguir creciendo esa cifra “serán más las víctimas de muertes violentas en los primeros 25 años de la paz” que los que murieron durante los años del conflicto.

Esta conjetura podría llegar a ser cierta en 2021 de mantenerse la tendencia como hasta ahora.

En su informe Seguridad Ciudadana con rostro humano, diagnóstico y propuestas para América Latina (http://www.latinamerica.undp.org/content/dam/rblac/img/IDH/IDH-AL%20Informe%20completo.pdf), dado a conocer en noviembre de 2013, el PNUD contabilizó treinta homicidios por cada 100 000 habitantes. El 3 de enero, El Faro dio cuenta de que de los tres países que conforman el llamado “triángulo norte” (Guatemala, El Salvador y Honduras), en Guatemala se pasó de 6 025 asesinatos en 2012 a 6 072 en 2013 de acuerdo con cifras del Instituto Nacional de Ciencias Forenses (Inacif), es decir, 39.3 asesinatos por cada 100 000 habitantes, una décimas menos que El Salvador y unos escasos puntos menos que en el período estudiado por la autora (http://www.elfaro.net/es/201401/internacionales/14364/). En la misma nota se lee que para la ONU “un país, un territorio, una región están martirizados por la violencia cuando se supera la tasa de 10 homicidios por cada 100 000 habitantes”, de allí que considere que el “triángulo norte” es la subregión más violenta del mundo.

En el siguiente apartado de su libro la autora da cuenta los hallazgos de la Comisión de Esclarecimiento Histórico, una instancia creada mediante el Acuerdo sobre el establecimiento de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico de las violaciones a los derechos humanos y los hechos de violencia que han causado sufrimientos a la población guatemalteca que fue respaldada por la ONU.

En su informe “Guatemala : memoria del silencio”, la CEH estableció que el Estado cometió actos de genocidio a la luz de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, de 1948, de la cual Guatemala es parte. Su análisis de los datos de tres años –del 80 al 82- le permite a Sanford concluir que “el genocidio es una atrocidad vinculada al género porque está motivado por la intención de eliminar a un grupo cultural (…)” Con este se busca “la destrucción de las bases materiales de la comunidad más su capacidad de reproducirse”, de allí que “las mujeres son los blancos principales”. Sanford nos ilustra con cifras de 1981 cuando las mujeres asesinadas en Rabinal fueron el 14% del total de víctimas y en junio de 1982, a tres meses del golpe de Estado que llevó a Ríos Montt al poder, ya eran el 42% (p. 21).

Como se demostró en el juicio efectuado en 2013 contra el general Efraín Ríos Montt, en esos años la victimización de las mujeres indígenas, cuyos cuerpos fueron mancillados de maneras perversas para impedir la sobrevivencia de sus pueblos, fue un elemento preponderante en la perpetración del genocidio.

En el libro reseñado encontramos la diferencia entre la limpieza social y la violencia de las maras en términos de que la primera cuenta con la aquiescencia, complicidad, apoyo o tolerancia voluntaria o involuntaria del Estado. El modus operandi de los perpetradores le lleva a concluir que cuentan con una infraestructura y recursos para detener y mantener cautivas a las víctimas, someterlas a torturas y trasladar sus cuerpos sin vida a otros sitios, mientras que la violencia de las pandillas es observada adentro de sus respectivos territorios, los cuerpos son marcados con sus distintivos, los crímenes no son limpios, etc.

En los siguientes apartados Victoria Sanford abunda en detalles acerca de lo sucedido a Claudina Isabel y las fallidas acciones de la policía, el forense y la fiscalía que impidieron el desarrollo de una investigación técnica y científicamente realizada, adecuada y efectiva para hacerle justicia. La joven, asesinada en 2005, es una de las 518 mujeres muertas violentamente ese año. Con sus 17 años, corresponde al perfil de la mayoría, que no pasaban de los treinta años.

En el caso de Claudina Isabel y en muchos otros, las autoridades policiales y judiciales guatemaltecas no adoptaron medidas inmediatas y exhaustivas de búsqueda y protección inmediatamente después de haber sido denunciada su desaparición en un contexto de violencia contra las mujeres que hacía temer por su vida; tampoco investigaron seriamente su desaparición, violencia y muerte. Mediante el acompañamiento a su afligido padre en las diligencias que realizó infructuosamente, Victoria Sanford pudo darse cuenta de las múltiples falencias en las que incurrieron la policía y los fiscales en el manejo de la escena del crimen, la manipulación de la evidencia, los errores graves en su análisis, las fallas en las pruebas periciales. Su cuerpo de niña no fue examinado como se debía para verificar si había sido violada sexualmente. Con dolor, su padre y su familia se percataron de que su nombre ni siquiera había sido consignado en el informe del forense. Y ni hablar de la demora de la justicia.

El 5 de marzo de 2014 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos presentó el caso de Claudina Isabel Velásquez Paiz a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Por segunda vez Guatemala será llevada a juicio por su responsabilidad internacional derivada del incumplimiento del deber del Estado de protección a la vida e integridad personal de las mujeres. En estos días se espera que la Corte emita una sentencia en otro caso de feminicidio en Guatemala; se trata de María Isabel Véliz Franco, asesinada en 2001 a los quince años de edad.

Claudina Isabel fue estereotipada como una persona “eliminable” cuya muerte era deseable; por su forma de vestir fue encasillada en alguna de las categorías de potenciales víctimas de la limpieza social en auge en aquellos años: prostitutas o pandilleros/as.

Ese discurso naturalizador y justificador de la impunidad, la violencia, el feminicidio y la limpieza social induce la culpa sobre las víctimas, al igual que en los peores tiempos del terrorismo estatal. Este año el presidente militar al referirse a las muertes a balazos de dos muchachas estudiantes de un instituto público las vinculó a las maras. Al mismo tiempo, hizo un llamado a los padres y madres de familia para que vigilen y controlen a sus hijos e hijas, como lo hacía Ríos Montt en sus sermones dominicales.

Ese estado de cosas inhumano es socialmente aceptado. Lamentablemente, es demasiada la gente que continúa dividiendo a la población guatemalteca en dos categorías: las personas matables y las que matan con base en estereotipos y prejuicios discriminadores.

Esta dimensión de la violencia contra las mujeres fue tomada en cuenta por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en su examen del caso de Claudina Isabel al considerar que en las graves deficiencias identificadas en las actuaciones de la policía y los diferentes fiscales privó la discriminación. Tal discriminación –que se extiende a las mujeres guatemaltecas, sobre todo a las indígenas, las empobrecidas y marginadas- forma parte de la cultura patriarcal imperante en el país, caracterizada por el sexismo y la misoginia, aderezada con un racismo de la peor especie. La discriminación y sus distintas expresiones, como los estereotipos naturalizadores y justificadores de los crímenes contra las mujeres, está muy presente en las instancias encargadas de investigar, enjuiciar y castigar a los culpables.

Para explicar por qué se mata y se violenta a las mujeres en Guatemala, Victoria Sanford recurre al concepto político de feminicidio. A diferencia del término criminológico de “femicidio” -“el asesinato de mujeres por hombres, porque son mujeres” (Russell, p. 62)-, el feminicidio va más allá de situar la culpa en los perpetradores al enfocarse en las relaciones asimétricas de poder entre hombres y mujeres y en la responsabilidad al Estado y sus instituciones de justicia. Eso le permite concluir que “el Estado guatemalteco ha fracasado en crear condiciones jurídicas y sociales” (p. 64) que garanticen los derechos humanos de las mujeres, sobre todo su vida y su seguridad.

En este sentido, como señalan en sus informes los relatores especiales de la ONU y la Comisión Interamericana, Guatemala ha incurrido en responsabilidad internacional al no garantizar el derecho a la vida de las víctimas de feminicidio, no tomar las medidas necesarias para prevenir y evitar los crímenes ni investigar, enjuiciar y castigar a los responsables. Entre las obligaciones a cumplir para que la prevención sea efectiva, el Estado debe “transformar las estructuras patriarcales y los valores que perpetúan y se atrincheraron en la violencia contra las mujeres” (Ertuk).

Victoria Sanford intenta entender el asesinato de mujeres en Guatemala y, en el siguiente apartado, resume una multiplicidad de “causas” de acuerdo con lo establecido por la Policía Nacional Civil, la fiscalía, la CIDH, la ONU y la PDH. A la par de otros motivos y circunstancias, figuran los que se emplean para estereotipar, discriminar y dejar de investigar los asesinatos de mujeres: el involucramiento con las pandillas y la delincuencia y los problemas personales y pasionales. Otras de las explicaciones incluyen palabras como narcotráfico y crimen organizado; sin nada que decir, la fiscalía declaró en aquellos años que el alza de los crímenes contra las mujeres era parte del alza generalizada de los homicidios en el país.

Guatemala es un país atravesado por la violencia y la impunidad, su hilo conductor, como Sanford nos lo demuestra en otra parte de su libro. Las víctimas de feminicidio en tiempos de “paz” están vinculadas a las miles que fueron víctimas del genocidio, la violencia sexual, la tortura y la desaparición forzada en los años del terrorismo estatal. Entonces si, como dice Victoria Sanford, “El Estado entrenó a los asesinos para violar, mutilar y asesinar mujeres durante la guerra (…) [y] estos asesinos y violadores están libres (…) [se] los continúa protegiendo (…) con la impunidad, entonces porqué esperar que busquen a los asesinos de Claudina Isabel Velásquez Paiz o cualquier otra mujer asesinada”.

Lo cierto y doloroso es que la criminalidad contra las mujeres guatemaltecas ha aumentado a la sombra de la impunidad. Sus victimarios, al igual que los perpetradores de crímenes de lesa humanidad en los años del terror estatal, no han sido castigados. 
La magnitud de estos crímenes se expone crudamente en el periódico La Hora del 16 de junio bajo el título LOCALIZAN MUERTA A UNA FÉMINA EN ALTA VERAPAZ. En la noticia se lee que, según el Sistema Informático de Control del Ministerio Público (Sicomp), de enero de 2011 a mayo de 2014 se recibieron un total de 177 553 denuncias por violencia contra la mujer. Los delitos más frecuentes son violación, agresión sexual, violación agravada, violencia económica y psicológica, femicidio, trata de personas, violencia física y violación a la intimidad sexual. Por otra parte, según ONU Mujeres, dos mujeres son asesinadas cada día en Guatemala (http://www.endvawnow.org/es/articles/299-datos-basicos-.html).

Para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres, que constituyen obligaciones internacionales del Estado guatemalteco en virtud de su ratificación de la Convención de Belém do Para, Victoria Sanford finaliza su libro con una serie de recomendaciones para que la justicia sea una realidad, tanto para Claudina Isabel como para las decenas de millares de víctimas del pasado y el presente. Sin embargo, el país en lugar de avanzar, en el último año retrocedió estrepitosamente.

A casi veinte años de la firma de la paz, el nuestro es uno de los países más violentos e impunes del planeta, una violencia que se ensaña de manera brutal con los cuerpos de las mujeres. El cercenado y superficial proceso de democratización del país, lo que democratizó fue la violencia y la muerte, si me permiten emplear este término en este contexto, violencia, muerte e impunidad que Sanford ubica en un continuo histórico.

La impunidad se sostiene en una débil institucionalidad de justicia cautiva de los poderes fácticos, en un contexto de remilitarización. Todo esto se expresa en el retorcimiento de las leyes, el cercenamiento de la independencia judicial y las campañas de guerra psicológica, que van desde la ideologización del discurso, la manipulación de la llamada opinión pública y la concreción de una visión discriminadora, hasta la reconfiguración de un nuevo enemigo interno, que es toda aquella persona o entidad que exige respeto a sus derechos.

Pero, contra la voluntad del poder de asegurar la impunidad de los perpetradores de los horrendos crímenes de ayer y hoy, la justicia se abre paso dificultosamente de la mano de las mujeres. En este sentido, Victoria Sanford me pidió que llamara su atención acerca de que el 21 de junio fueron capturados Esteelmer Reyes Girón, exoficial del Ejército, y Heriberto Valdez Asij, excomisionado militar, acusados de crímenes de guerra cometidos en 1982 y 1983 en Sepur Zarco, El Estor, Izabal, al noreste del país. En su mensaje, Victoria menciona que la acusación incluye –además de la desaparición forzada de 18 personas- la detención, servidumbre y violencia sexual de quince mujeres en el destacamento de esa localidad. Estos delitos, dice, son otra muestra de la institucionalización de la violencia sexual contra la mujer por parte de las autoridades de Guatemala. Acerca de Valdez Asij, Victoria dice que siguió desempeñando cargos de jefe de de la policía al igual que otros presuntos criminales, “lo cual ha fomentado violencia contra la mujer y un desinterés en procesar violadores en el presente.” Continúa diciendo que “el Canche Asij fue jefe de la policía en Panzós en 1978, cuando hubo la masacre; seguía como jefe de la policía en 1997 cuando yo participaba en la exhumación de las víctimas de la masacre de Panzós. El hilo conductor de la masacre de Panzós y la violencia de Sepur Zarco hasta el feminicidio de ahora es la impunidad fomentada por los hechores que sigue con poder público, oficial y clandestina paraestatal.

Cada juicio que procesa violadores y asesinos de las mujeres (ya sean del presente o pasado) abre más la posibilidad de romper la impunidad y parar la misoginia estatal. Así que pido a los que asisten al evento que apoyen los procesos jurídicos para la justicia en Guatemala, así sean procesos en las cortes de Guatemala, en la Corte Interamericana o en cortes de otros países como España y Suiza.” 

sábado, 21 de junio de 2014

Las víctimas de desaparición forzada no deben ser desaparecidas nuevamente


Los derechos humanos nos pertenecen a todas las personas por igual por el simple hecho de serlo y porque “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos” (art. 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos). No es necesario ser delincuente para tener derechos y que estos nos sean reconocidos y protegidos, como suele repetirse.

Los derechos humanos están contenidos en múltiples declaraciones, tratados, pactos o convenciones y en el Título II de la Constitución de la República de Guatemala. Probablemente el documento internacional más conocido sea la Declaración Universal de Derechos Humanos pero existen otros, como la Convención Interamericana sobre la Desaparición Forzada de Personas (CIDFP), aprobada por la Asamblea General de la OEA el 9 de junio de 1994, cuyo vigésimo aniversario pasó casi desapercibido a no ser por un comunicado del Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL).

¿Por qué fue necesario adoptar una ley internacional sobre la desaparición forzada? Porque hubo una época en la historia reciente del hemisferio en la que numerosos gobiernos militares recurrieron a la desaparición forzada como un método represivo para exterminar a decenas de millares de opositores/as políticos/as. Argentina, Chile, Paraguay, Uruguay, Perú, Colombia, México, El Salvador, Honduras y Guatemala fueron escenarios de este crimen atroz que se perpetró sistemática y masivamente. Fue en nuestro país donde se desapareció a más personas en términos relativos; a finales de los setentas, cuando éramos aproximadamente 8 000 000 de habitantes, el ejército guatemalteco y los escuadrones de la muerte que estaban a su servicio y formaban parte de sus estructuras clandestinas había desaparecido a cinco de cada mil personas, el 0,5% de la población. En términos absolutos se calcula que hubo 45 000 víctimas entre 1964 y 1996, cuando se puso punto final al conflicto. En ningún otro país del hemisferio se ha desaparecido a tantas personas en un extenso período, lo cual ilustra nuestra incapacidad de reaccionar como sociedad para detener la perpetración de un crimen tan perverso como este, catalogado como tortura para las y los familiares de las víctimas.

El art. II define la desaparición forzada en los siguientes términos (los subrayados son parte del texto de la Convención):
  • Es la privación de la libertad a una o más personas, lo que ocurrió en Guatemala innumerables veces de manera individual (Marco Antonio, mi hermano, en 1981; Emil Bustamante y Fernando García en 1984) y colectiva (el caso de los 28 desaparecidos en 1966, familias completas como la de Adriana Portillo_Bartow en 1981, las y los sindicalistas detenidos/as ilegalmente en la CNT y desaparecidos el 21 de junio de 1980);  
  • cometida por agentes del Estado (la policía –Fernando García-, los comisionados militares –caso de Choatalum-, agentes de la G2 –Marco Antonio) o por personas o grupos de personas que actúen con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado. Respecto de esto, se ha comprobado la existencia de escuadrones de la muerte que contaron con financiamiento, apoyo y protección tanto públicos como privados[i]; 
  • seguida de la falta de información o de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o de informar sobre el paradero de la persona, lo que continúa hasta el día de hoy debido a que el ejército guatemalteco niega su responsabilidad en las desapariciones forzadas e impide el acceso a sus archivos. Una muestra de su participación en la comisión de este delito es el Diario Militar[ii], un documento en el que se consignaron 183 desapariciones forzadas que tuvieron lugar de 1982 a 1984. Sin el acceso a los archivos castrenses resulta difícil, por no decir imposible, establecer la verdad de los hechos, conocer el destino final de los desaparecidos y desaparecidas y el paradero de sus restos. La negación de responsabilidad y la veda al acceso a la información son elementos constitutivos de la impunidad de los perpetradores intelectuales y materiales de este crimen de lesa humanidad, junto con las cínicas manipulaciones y mentiras como las absurdas afirmaciones de que los desaparecidos y desaparecidas eran llevados por extraterrestres a otros planetas o se habían ido a Cuba o a la guerrilla; 
  • con lo cual se impide el ejercicio de los recursos legales y de las garantías procesales pertinentes. Ejemplos de esta afirmación sobran. En el caso de mi hermano, fueron cinco los recursos de exhibición personal o hábeas corpus que mis padres presentaron infructuosamente ante la Corte Suprema de Justicia la tarde del día en que desaparecieron a mi hermano. Estas diligencias ni siquiera eran practicadas por los jueces que, por temor o convicción, se hicieron cómplices de los crímenes.
La CIDFP fue ratificada por el Estado guatemalteco el 27 de julio de 1999 mediante la adopción de una ley por parte del Congreso de la República, con la cual la Convención es incorporada a nuestro ordenamiento legal. Ser un Estado parte de este tratado trae para Guatemala una serie de compromisos y obligaciones frente a la comunidad internacional que, hasta ahora, no ha cumplido debidamente.

¿En qué consisten estas obligaciones? En el art. I de la CIDFP se establecen, entre otros asuntos:
  • La prohibición de desaparecer a las personas;
  • La obligación de sancionar a los “autores, cómplices y encubridores del delito de desaparición forzada de personas, así como la tentativa de comisión del mismo”.
El art. II establece sin lugar a dudas que dicho delito será considerado como continuado o permanente mientras no se establezca el destino o paradero de la víctima, lo cual es negado rotundamente por el actual gobierno militarizado. Probablemente el señor Antonio Arenales Forno sea el único abogado del planeta que sostiene a pie juntillas que esto no es cierto ni es aplicable a lo sucedido en Guatemala. El actual encargado de responder ante la comunidad internacional acerca del cumplimiento de las obligaciones del Estado en derechos humanos, para ser coherente consigo mismo, también niega la validez del art. IV de la CIDFP, que establece que Los hechos constitutivos de la desaparición forzada de personas serán considerados delitos en cualquier Estado Parte alegando la irretroactividad de la ley penal. 

Las disposiciones de esta Convención se dirigen, en pocas palabras, a:
  • Proteger a todos/as los habitantes del continente de ser víctimas de desaparición forzada;
  • comprometer internacionalmente a los Estados a agregar la desaparición forzada como delito en su ley penal e “imponerle una pena apropiada …”
  • si pese a la prohibición de desaparecer personas esto ocurre u ocurrió, los casos deben ser investigados judicialmente y sus responsables castigados de manera ejemplar;
  • en vista de que el delito es continuado o permanente mientras no se establezca el paradero de la víctima (art. III de la CIDFP), el Estado debe averiguar la verdad también en los casos acaecidos en el pasado. En este sentido, el Estado guatemalteco debe cumplir con las obligaciones de justicia y ubicación de las víctimas de desaparición forzada derivadas tanto de la ratificación de la CIDFP como de las sentencias de la Corte (Blake, Molina Theissen, Paniagua Morales y otros, Chitay Nech, Gudiel Ramos y otros –Diario Militar-, entre otros casos).
La necesidad de saber la verdad en los casos de desaparición forzada también fue reconocida por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH), creada por el Acuerdo sobre el establecimiento de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico de las violaciones a los derechos humanos y los hechos de violencia que han causado sufrimientos a la población guatemalteca. En consecuencia, emitió una serie de recomendaciones dirigidas a establecer el paradero de las personas desaparecidas y devolver sus restos a sus familias: 
  • Recomendación 22: “Que el gobierno y el Organismo Judicial, con la colaboración activa de la sociedad civil, inicien a la mayor brevedad investigaciones sobre todas las desapariciones forzadas que se tenga conocimiento utilizando los recursos jurídicos y materiales disponibles, para aclarar el paradero de los desaparecidos y en el caso de haber muerto entregar sus restos a sus familiares”.
  • Recomendación 24: “Que el Gobierno promueva con urgencia actividades orientadas a la búsqueda de niños y niñas desaparecidas”. Para ello, insta al Estado a la “Creación de una Comisión Nacional de Búsqueda de Niños Desaparecidos con la función de buscar niños y niñas desaparecidas, adoptados ilegalmente o separados ilegalmente de su familia y documentar su desaparición”.
En vista de que el Estado ha incumplido tanto sus obligaciones internacionales vinculantes como las recomendaciones de la CEH, el 18 de enero de 2007 el Grupo de Trabajo contra la Desaparición Forzada en Guatemala presentó ante el Congreso de la República la iniciativa de ley 3590 para conformar una comisión de búsqueda. Esto fue hace más de siete años y la ley aún no ha sido aprobada, tal como se expresara ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 2010 por parte de las organizaciones que integran este grupo[iii]. La obligación de aprobar esta ley fue asociada por el Estado guatemalteco al cumplimiento de la sentencia del caso Molina Theissen vs. Guatemala, de manera que lo quiera o no, ahora o después, el Congreso deberá emitirla.

Más allá de las obligaciones internacionales de Guatemala -que deberían ser un motivo de preocupación para las instituciones estatales que deben rendir cuentas a la OEA, la ONU y sus respectivos órganos de derechos humanos- lo que más me indigna es ver como el Estado no solo incumple con la justicia y la devolución de los restos de nuestros seres queridos desaparecidos/as, sino también el abordaje deshumanizado y revictimizador de este gravísimo problema por parte de sus actuales funcionarios que sin escrúpulos proclaman la negativa a acatarlas ante los órganos internacionales de derechos humanos.

Hoy, 21 de junio, Día Nacional contra la Desaparición Forzada, además de recordar a mi hermano y a todas las víctimas de este odioso crimen de lesa humanidad, imprescriptible y continuado, uno mi voz a las de quienes exigen la aprobación de la ley 3590, el cumplimiento de nuestras demandas de justicia y la devolución de sus restos a sus familias. Quienes fueron borrados de la faz de la tierra por las decisiones de un puñado de criminales que se arrogaron la decisión sobre su vida y su muerte, merecen que se les restituya su dignidad mediante la justicia y la verdad. El Estado guatemalteco está obligado a buscar a las desaparecidas y desaparecidos.

Mi hermano y las decenas de millares de víctimas de desaparición forzada no deben ser desaparecidas nuevamente. Sigamos recordándolos y honrando su memoria hoy y todos los días para que no se haga la voluntad de los nuevos señores de Xibalbá que les dijeron a Hunahpú e Ixbalanqué: "ahora moriréis. Seréis destruidos, os haremos pedazos y aquí quedará vuestra memoria".

lunes, 9 de junio de 2014

Cadenas perpetuas



La condena dictada por un tribunal suizo contra el ex jefe de la Policía Nacional Civil guatemalteca Erwin Sperisen ha levantado una oleada de enconadas reacciones en contrario, entre estas un insólito video del ex presidente Oscar Berger (2004-2008) y declaraciones del ex vicepresidente Eduardo Stein. Estas, a mi parecer, están completamente fuera de lugar una vez que la justicia ha hablado. En su afán de justificar el asesinato ilegal y el abuso de poder como actos de heroísmo y patriotismo, ambos incurren en apología del delito (art. 395 del Código Penal).

En su momento, Pavón fue la metáfora perfecta de una Guatemala en manos de criminales en la que hombres investidos de poder deciden asesinar a sangre fría a quienes se salen de la norma. En este caso, las víctimas no fueron opositores/as políticos/as, sino delincuentes que con sus negocios ilícitos eran una amenaza para sus competidores, libres y poderosos.

¿Por qué es justa la condena dictada por el tribunal suizo? Hay una ley universal que figura históricamente en todos los códigos de conducta de las sociedades humanas, desde los diez mandamientos hasta los más sofisticados códigos penales: NO MATARÁS. La propia ley penal prevé excepciones a este mandamiento, como cuando se mata en defensa propia –que no es el caso de Pavón- o el Estado ejecuta a un condenado a muerte por un tribunal. Asimismo, en el contexto de las guerras internas o internacionales se aplican las Convenciones de Ginebra.

En este caso, Sperisen y sus pares MATARON PERSONAS extrajudicialmente. Ese el hecho puro y duro y, después de examinarlo, el tribunal suizo concluyó en su sentencia que “(…) está claro que los móviles perseguidos son egoístas y particularmente odiosos, así como la forma de actuar, la cual denota una falta particular de escrúpulos.” Asimismo, dijo que 

Teniendo en cuenta la gravedad de los hechos, el número de víctimas, la falta de empatía frente a ellas y la falta de conciencia de la gravedad de sus actos, solo una condena de privación de libertad de por vida es susceptible de sancionar el comportamiento del acusado.[i]
Las mil justificaciones para ese hecho criminal que le rondan a media Guatemala en la cabeza, en cualquier otra sociedad, como la suiza, no son válidas. Allí, como en los países que se precian de ser civilizados, las relaciones sociales están establecidas sobre el principio de que la vida humana es inviolable. 

¿Qué las víctimas de Pavón eran delincuentes de la peor calaña? Eso no los privó de su derecho a vivir.

¿Qué los reos seguían delinquiendo desde la prisión? Tampoco es una razón valedera para que se les mate y se exima a los perpetradores de su responsabilidad penal.

Sin embargo, en Guatemala sigue prevaleciendo una cultura de la violencia y la muerte, que legitima los desmanes de los poderosos quienes, con descaro, se encubren mutuamente. Hace tres, cuatro y cinco décadas los crímenes fueron el genocidio y la desaparición forzada, luego la llamada limpieza social que convirtió a los niños y niñas de la calle en presas de la policía; ahora, son otras víctimas y otras etiquetas para mucho más de lo mismo. Las ejecuciones extrajudiciales por las que Sperisen fue condenado, forman parte de ese continuo histórico de la violencia y son una de sus múltiples manifestaciones.

En los comentarios de quienes rechazan la decisión de la justicia suiza se expresan la naturalización de la violencia y el crimen y el respaldo entusiasta a la impunidad de quienes los cometen. ¿Qué teclas nos tocan en la cabeza y en el corazón para aplaudir los crímenes y apoyar a los criminales? ¿Seguimos teniendo una distorsionada imagen del país, en blanco y negro, en la que nos libraremos de la ley no escrita que impone la muerte por la disidencia siendo “buenos”? ¿Ser “buenos” significa que –sometidos/as, sumisos/as, callados/as, obedientes, genuflexos/as, acríticos/as – nos adscribimos sin pensar a los dictados del poder? ¿En qué contexto se observan estas reacciones?

Me imagino a Guatemala como un corral de ovejas en donde hay que obedecer al amo sin preguntas y la disidencia y la diferencia se castigan con la muerte. Las ovejas de cualquier color que no sea el dominante, las díscolas, las rebeldes, las desobedientes, las que se atreven a balar una tonada distinta, que además no tienen ni riquezas ni poder, han sido históricamente etiquetadas como el enemigo a exterminar: comunistas, revolucionarios, enemigas del desarrollo hasta mareros/as y delincuentes, ponga usted el miedo y le decimos a quién hay que matar. Para los poderosos se reservan otras etiquetas: héroe, salvador de la patria, defensor del Estado de Derecho y de la democracia. 

Ese estado de cosas inhumano, tremendamente violento, amargo, muy duro, es socialmente aceptado. Para conseguirlo, se necesita de una población deshumanizada, partidaria de la violencia, conformista y acrítica, que aplauda con entusiasmo el asesinato de la gente desechable aunque provenga de sus filas. Así, lamentablemente, es demasiada la gente que continúa dividiendo a la sociedad guatemalteca en dos categorías: los matables y los que matan. Los que matan no la deben porque las culpables son las propias víctimas; entonces, tampoco la pagan. O sea, no hay justicia sino impunidad basada, entre otras cosas, en inducir la culpa sobre las víctimas.

Esta ley no escrita nos rige con mucha más fuerza que la Constitución Política y las leyes. Mientras estos textos no son conocidos por la mayoría de la población, el mandato de muerte y de silencio está inscrito a sangre y fuego en las cabezas de todas las ovejas que ahora, cuando pueden, también matan porque, total, ¿qué me puede pasar si no hay justicia? Son las lecciones del poder que están en la base de una cotidianidad en blanco y negro, de buenos y malos, en la que se instala maniqueamente el “si no mato, me matan”. De esta forma, se naturalizan la violencia, los peores crímenes del pasado y del presente son lo normal y necesario para salvarnos de lo que sea, lo excepcional es que se castigue a los criminales lo cual casi nunca sucede si tienen dinero o poder o ambas cosas, como son los casos de Sperisen, Ríos Montt y otros tantos a los que se les sigue llamando “señor presidente”, “señor ministro”, señor jefe..., “señor diputado”...

Además, tras décadas, siglos de violencia y de muerte, aterradoras imágenes de cuerpos destrozados cruelmente por la tortura y las mutilaciones, años de años de asistir con impotencia (o, en el peor de los casos, con simpatía) a los atroces crímenes de los lucas garcía, los ríos montt y otro montón de hombres (que en cualquier otro país probablemente estarían en prisión) han dejado en nuestras almas capas de temor, silencio, indiferencia, que nos inmovilizan haciendo posible que este estado de cosas se perpetúe.

La condena de Sperisen nos pone un espejo de aumento en el rostro, nos quita las máscaras y ojalá la venda de los ojos, nos muestra las profundas fracturas que nos atraviesan como sociedad, nuestros abismales desacuerdos en torno a la justicia y otros asuntos centrales para nuestra vida en común. 

No sirve de nada romper el espejo, renegar de la justicia suiza, escupir xenofobia, defender a ultranza la soberanía y manifestar un espíritu patriótico que no aparecen cuando se trata de La Puya o Barillas o los desalojos del Polochic. ¡Ah, verdad! Si es que tenemos una doble moralitis infecciosa y pestilente y una confusión intencionada, nada ingenua ni estúpida, que nos socava en términos humanos degradándonos espiritualmente.

La realidad es terca. Allí seguirá con sus llagas purulentas y sus efluvios malolientes mientras que con nuestro terror, silencio, indiferencia o abierta complicidad, sigamos respaldando activa o pasivamente una situación que coloca a Guatemala en los primeros lugares de una vergonzosa lista de los países más violentos e impunes del mundo y nuestro único mérito es que probablemente hay un par que están peor que nosotros. 

¿Hay salida? Por supuesto que sí. Como todo lo que hacemos los humanos, Guatemala es una construcción social y puede ser cambiada. Es más, debe ser reedificada desde sus cimientos. No es sencillo ni fácil. Es un propósito que se ha intentado realizar innumerables veces a lo largo de nuestra historia reciente, y se sigue intentando. En esos esfuerzos, muchas veces me irritaba escuchar que para cambiar a Guatemala primero teníamos que cambiar nosotros/as mismos/as. Ahora creo que es imperativo que lo hagamos. 

Entonces, no rompamos el espejo. Aprovechemos esta ocasión, ya que la del juicio de genocidio fue desperdiciada lastimosamente, para examinarnos a nosotros/as mismos/as y preguntarnos si aplaudir los crímenes y a los criminales es lo correcto, si está bien legitimar la injusticia y avalar la impunidad con nuestro silencio o con nuestras desaforadas manifestaciones de complicidad en las que, además de las palabrotas, destilamos el odio, el cinismo y el racismo que anidan en nuestro interior. 

Empecemos por entender que el condenado a cadena perpetua en Suiza debe ser considerado una persona igual a todas ante la ley. Con todo su poder, dinero y un aspecto que coincide con el de los dueños del mundo, Sperisen debió respetar las leyes que rigen para todos los guatemaltecos y guatemaltecas.

Aceptemos sin reservas que la vida humana es inviolable, que todas los guatemaltecos y guatemaltecas sin excepción tenemos derecho a vivir y a morir de muerte natural. Eso implica que las víctimas de ayer y de ahora (y sus familias) tenemos derecho a la justicia y que la impunidad debe ser erradicada.

Comprendamos también que el hecho de que en Guatemala no haya un sistema de administración de justicia independiente que aplique la ley por parejo a los delincuentes de cualquier tamaño, origen y procedencia, es una situación excepcional. En casi todos los países del mundo, quien mata o comete algún delito es sometido a juicio con las garantías de un debido proceso y, si es culpable, se le castiga como lo ordena la ley. Es urgente construir un sistema de justicia capaz de hacer lo que se hizo en Suiza.

Atrevámonos a cambiar. Hagámonos una radiografía del alma, echemos de nuestra cabeza al militar que nos controla, construyamos nuestra autonomía personal. Dejemos de ser nuestros peores enemigos. Remontemos la deshumanización, sensibilicémonos, seamos solidarios/as y capaces de sentir en lo más profundo el dolor que siguen provocando la injusticia, la violencia y la impunidad en Guatemala.

Quizá si cambiamos nuestras percepciones y opiniones sobre la vida en sociedad, cambiaremos nuestras decisiones electorales y no votaremos nunca más por criminales, presuntos criminales o sus cómplices. Quizá así podamos establecer las condiciones y posibilidades para establecer un nuevo pacto social en el que no haya dos clases de guatemaltecos/as: exterminadores y exterminables.

Mientras tanto, yo, que sigo estando en la orilla opuesta, junto con mi familia y las de 45 000 personas más, seguiré condenada a la cadena perpetua de la desaparición forzada de mi hermano y la impunidad en la que permanece este hecho atroz, un crimen de lesa humanidad imprescriptible y continuado. Con nuestra persistencia, espero que estemos abonando la semilla para construir un país distinto, esa Guatemala posible que debe ser edificada.