lunes, 9 de junio de 2014

Cadenas perpetuas



La condena dictada por un tribunal suizo contra el ex jefe de la Policía Nacional Civil guatemalteca Erwin Sperisen ha levantado una oleada de enconadas reacciones en contrario, entre estas un insólito video del ex presidente Oscar Berger (2004-2008) y declaraciones del ex vicepresidente Eduardo Stein. Estas, a mi parecer, están completamente fuera de lugar una vez que la justicia ha hablado. En su afán de justificar el asesinato ilegal y el abuso de poder como actos de heroísmo y patriotismo, ambos incurren en apología del delito (art. 395 del Código Penal).

En su momento, Pavón fue la metáfora perfecta de una Guatemala en manos de criminales en la que hombres investidos de poder deciden asesinar a sangre fría a quienes se salen de la norma. En este caso, las víctimas no fueron opositores/as políticos/as, sino delincuentes que con sus negocios ilícitos eran una amenaza para sus competidores, libres y poderosos.

¿Por qué es justa la condena dictada por el tribunal suizo? Hay una ley universal que figura históricamente en todos los códigos de conducta de las sociedades humanas, desde los diez mandamientos hasta los más sofisticados códigos penales: NO MATARÁS. La propia ley penal prevé excepciones a este mandamiento, como cuando se mata en defensa propia –que no es el caso de Pavón- o el Estado ejecuta a un condenado a muerte por un tribunal. Asimismo, en el contexto de las guerras internas o internacionales se aplican las Convenciones de Ginebra.

En este caso, Sperisen y sus pares MATARON PERSONAS extrajudicialmente. Ese el hecho puro y duro y, después de examinarlo, el tribunal suizo concluyó en su sentencia que “(…) está claro que los móviles perseguidos son egoístas y particularmente odiosos, así como la forma de actuar, la cual denota una falta particular de escrúpulos.” Asimismo, dijo que 

Teniendo en cuenta la gravedad de los hechos, el número de víctimas, la falta de empatía frente a ellas y la falta de conciencia de la gravedad de sus actos, solo una condena de privación de libertad de por vida es susceptible de sancionar el comportamiento del acusado.[i]
Las mil justificaciones para ese hecho criminal que le rondan a media Guatemala en la cabeza, en cualquier otra sociedad, como la suiza, no son válidas. Allí, como en los países que se precian de ser civilizados, las relaciones sociales están establecidas sobre el principio de que la vida humana es inviolable. 

¿Qué las víctimas de Pavón eran delincuentes de la peor calaña? Eso no los privó de su derecho a vivir.

¿Qué los reos seguían delinquiendo desde la prisión? Tampoco es una razón valedera para que se les mate y se exima a los perpetradores de su responsabilidad penal.

Sin embargo, en Guatemala sigue prevaleciendo una cultura de la violencia y la muerte, que legitima los desmanes de los poderosos quienes, con descaro, se encubren mutuamente. Hace tres, cuatro y cinco décadas los crímenes fueron el genocidio y la desaparición forzada, luego la llamada limpieza social que convirtió a los niños y niñas de la calle en presas de la policía; ahora, son otras víctimas y otras etiquetas para mucho más de lo mismo. Las ejecuciones extrajudiciales por las que Sperisen fue condenado, forman parte de ese continuo histórico de la violencia y son una de sus múltiples manifestaciones.

En los comentarios de quienes rechazan la decisión de la justicia suiza se expresan la naturalización de la violencia y el crimen y el respaldo entusiasta a la impunidad de quienes los cometen. ¿Qué teclas nos tocan en la cabeza y en el corazón para aplaudir los crímenes y apoyar a los criminales? ¿Seguimos teniendo una distorsionada imagen del país, en blanco y negro, en la que nos libraremos de la ley no escrita que impone la muerte por la disidencia siendo “buenos”? ¿Ser “buenos” significa que –sometidos/as, sumisos/as, callados/as, obedientes, genuflexos/as, acríticos/as – nos adscribimos sin pensar a los dictados del poder? ¿En qué contexto se observan estas reacciones?

Me imagino a Guatemala como un corral de ovejas en donde hay que obedecer al amo sin preguntas y la disidencia y la diferencia se castigan con la muerte. Las ovejas de cualquier color que no sea el dominante, las díscolas, las rebeldes, las desobedientes, las que se atreven a balar una tonada distinta, que además no tienen ni riquezas ni poder, han sido históricamente etiquetadas como el enemigo a exterminar: comunistas, revolucionarios, enemigas del desarrollo hasta mareros/as y delincuentes, ponga usted el miedo y le decimos a quién hay que matar. Para los poderosos se reservan otras etiquetas: héroe, salvador de la patria, defensor del Estado de Derecho y de la democracia. 

Ese estado de cosas inhumano, tremendamente violento, amargo, muy duro, es socialmente aceptado. Para conseguirlo, se necesita de una población deshumanizada, partidaria de la violencia, conformista y acrítica, que aplauda con entusiasmo el asesinato de la gente desechable aunque provenga de sus filas. Así, lamentablemente, es demasiada la gente que continúa dividiendo a la sociedad guatemalteca en dos categorías: los matables y los que matan. Los que matan no la deben porque las culpables son las propias víctimas; entonces, tampoco la pagan. O sea, no hay justicia sino impunidad basada, entre otras cosas, en inducir la culpa sobre las víctimas.

Esta ley no escrita nos rige con mucha más fuerza que la Constitución Política y las leyes. Mientras estos textos no son conocidos por la mayoría de la población, el mandato de muerte y de silencio está inscrito a sangre y fuego en las cabezas de todas las ovejas que ahora, cuando pueden, también matan porque, total, ¿qué me puede pasar si no hay justicia? Son las lecciones del poder que están en la base de una cotidianidad en blanco y negro, de buenos y malos, en la que se instala maniqueamente el “si no mato, me matan”. De esta forma, se naturalizan la violencia, los peores crímenes del pasado y del presente son lo normal y necesario para salvarnos de lo que sea, lo excepcional es que se castigue a los criminales lo cual casi nunca sucede si tienen dinero o poder o ambas cosas, como son los casos de Sperisen, Ríos Montt y otros tantos a los que se les sigue llamando “señor presidente”, “señor ministro”, señor jefe..., “señor diputado”...

Además, tras décadas, siglos de violencia y de muerte, aterradoras imágenes de cuerpos destrozados cruelmente por la tortura y las mutilaciones, años de años de asistir con impotencia (o, en el peor de los casos, con simpatía) a los atroces crímenes de los lucas garcía, los ríos montt y otro montón de hombres (que en cualquier otro país probablemente estarían en prisión) han dejado en nuestras almas capas de temor, silencio, indiferencia, que nos inmovilizan haciendo posible que este estado de cosas se perpetúe.

La condena de Sperisen nos pone un espejo de aumento en el rostro, nos quita las máscaras y ojalá la venda de los ojos, nos muestra las profundas fracturas que nos atraviesan como sociedad, nuestros abismales desacuerdos en torno a la justicia y otros asuntos centrales para nuestra vida en común. 

No sirve de nada romper el espejo, renegar de la justicia suiza, escupir xenofobia, defender a ultranza la soberanía y manifestar un espíritu patriótico que no aparecen cuando se trata de La Puya o Barillas o los desalojos del Polochic. ¡Ah, verdad! Si es que tenemos una doble moralitis infecciosa y pestilente y una confusión intencionada, nada ingenua ni estúpida, que nos socava en términos humanos degradándonos espiritualmente.

La realidad es terca. Allí seguirá con sus llagas purulentas y sus efluvios malolientes mientras que con nuestro terror, silencio, indiferencia o abierta complicidad, sigamos respaldando activa o pasivamente una situación que coloca a Guatemala en los primeros lugares de una vergonzosa lista de los países más violentos e impunes del mundo y nuestro único mérito es que probablemente hay un par que están peor que nosotros. 

¿Hay salida? Por supuesto que sí. Como todo lo que hacemos los humanos, Guatemala es una construcción social y puede ser cambiada. Es más, debe ser reedificada desde sus cimientos. No es sencillo ni fácil. Es un propósito que se ha intentado realizar innumerables veces a lo largo de nuestra historia reciente, y se sigue intentando. En esos esfuerzos, muchas veces me irritaba escuchar que para cambiar a Guatemala primero teníamos que cambiar nosotros/as mismos/as. Ahora creo que es imperativo que lo hagamos. 

Entonces, no rompamos el espejo. Aprovechemos esta ocasión, ya que la del juicio de genocidio fue desperdiciada lastimosamente, para examinarnos a nosotros/as mismos/as y preguntarnos si aplaudir los crímenes y a los criminales es lo correcto, si está bien legitimar la injusticia y avalar la impunidad con nuestro silencio o con nuestras desaforadas manifestaciones de complicidad en las que, además de las palabrotas, destilamos el odio, el cinismo y el racismo que anidan en nuestro interior. 

Empecemos por entender que el condenado a cadena perpetua en Suiza debe ser considerado una persona igual a todas ante la ley. Con todo su poder, dinero y un aspecto que coincide con el de los dueños del mundo, Sperisen debió respetar las leyes que rigen para todos los guatemaltecos y guatemaltecas.

Aceptemos sin reservas que la vida humana es inviolable, que todas los guatemaltecos y guatemaltecas sin excepción tenemos derecho a vivir y a morir de muerte natural. Eso implica que las víctimas de ayer y de ahora (y sus familias) tenemos derecho a la justicia y que la impunidad debe ser erradicada.

Comprendamos también que el hecho de que en Guatemala no haya un sistema de administración de justicia independiente que aplique la ley por parejo a los delincuentes de cualquier tamaño, origen y procedencia, es una situación excepcional. En casi todos los países del mundo, quien mata o comete algún delito es sometido a juicio con las garantías de un debido proceso y, si es culpable, se le castiga como lo ordena la ley. Es urgente construir un sistema de justicia capaz de hacer lo que se hizo en Suiza.

Atrevámonos a cambiar. Hagámonos una radiografía del alma, echemos de nuestra cabeza al militar que nos controla, construyamos nuestra autonomía personal. Dejemos de ser nuestros peores enemigos. Remontemos la deshumanización, sensibilicémonos, seamos solidarios/as y capaces de sentir en lo más profundo el dolor que siguen provocando la injusticia, la violencia y la impunidad en Guatemala.

Quizá si cambiamos nuestras percepciones y opiniones sobre la vida en sociedad, cambiaremos nuestras decisiones electorales y no votaremos nunca más por criminales, presuntos criminales o sus cómplices. Quizá así podamos establecer las condiciones y posibilidades para establecer un nuevo pacto social en el que no haya dos clases de guatemaltecos/as: exterminadores y exterminables.

Mientras tanto, yo, que sigo estando en la orilla opuesta, junto con mi familia y las de 45 000 personas más, seguiré condenada a la cadena perpetua de la desaparición forzada de mi hermano y la impunidad en la que permanece este hecho atroz, un crimen de lesa humanidad imprescriptible y continuado. Con nuestra persistencia, espero que estemos abonando la semilla para construir un país distinto, esa Guatemala posible que debe ser edificada.

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